Cannes 2015. Día 2: firmamentos del control social

mayo 15, 2015

Ha sido la de Làszlò Nemes una muy buena película, con la que se nos hace totalmente comprensible su participación en la Competición Oficial pese a ser ópera prima del director y que logra que el tema del holocausto, pese a ser un tema tan recurrido que podría parecer agotado, nos interese por la originalidad de la presentación de la propuesta. En Son of Saul nos turban sus 35mm, su ratio 1.33:1 (o al menos así fue en el pase al que nosotros fuimos en la sala Bazin), su constante juego con el fuera de campo audio y visual y, sobre todo, la constante y fluida yuxtaposición de materias primigenias (que no desvelaremos) de lo que podríamos considerar el horror infernal, aunque cómo no hacerlo si hablamos de una cinta que sigue la historia de los Sonderkommando de Auschwitz, esos ineluctables judas, figuras amasadas por los ingenieros de la Shoá, que en los momentos previos a la caída del régimen nazi trabajaron a destajo en las factorías de la solución final.

No sólo cuentan aquí las interpretaciones de los demacrados y humillados personajes que se camuflan con sus lenguajes corporales al yugo opresor, convirtiéndose en los animales flamantemente amaestrados que parecen exigirles sus superiores (eso a la vista, mientras a escondidas se susurran y se rondan agresivamente, como nueva forma de comunicación, entre ellos), sino también la interpretación misma del entorno, que se acerca mirando con lupa el efecto antes que la causa (el rostro del protagonista en primer plano y los actos de barbarie siempre al fondo), quitándose de contextualizar aquella distopía que fue real (totalmente creíble) para recrear la consecuencia dada en sus criaturas por aquella pérdida de la humanidad que conllevará, en la película, a mostrarnos unas vidas completamente fluidas, errantes y obsesivas, donde cada nueva tensión (porque todo lo es) llevará a otro nuevo escenario imposible de predecir. Son las últimas 24 horas de una fábrica de muerte a la que le exigen una productividad exterminadora, con lo que los deseos, defensas y prioridades personales de sus trabajadores afloran con angustioso apremio. Sólo ver el trabajo de cuerpo de Géza Röhrig durante los primeros 5 minutos previos a la aparición de los títulos de crédito, más que eso el segundo y medio de pura violencia opresora que transcurre en su cuerpo cuando se choca sin querer con un general nazi, ya marcan el compás con que deberemos enfrentarnos a esta película. Su húngaro cineasta ha señalado su deuda con Tarkovski, que claramente está ahí, pero también creemos que el espectador amante de Spielberg encontraría en esta obra elementos narrativos que podrán convencerle. Una obra hecha para convencer a la crítica y también al gran público.

Y distópico se pone también Yorgos Lanthimos con su esperada (al menos por nuestra parte) The Lobster. Parece que el griego, sin perder de vista sus temas, ha ido acrecentando en sus obras el tamaño del cosmos reglamentario en el que enmarca la vida de sus protagonistas. Del hogar precintado de Canino a la comunidad de clientes y trabajadores de un servicio social de Alps y ahora, directamente, con una sociedad al completo al servicio de su periplo de nuevas vías relacionales. Pero en el fondo y como dicen, el tamaño no importa, y a pesar de tener un mundo abierto y el terreno fértil analizando el yin y el yang de la maritonormatividad hermética y totalitarista que propone (y que, aunque cómica e ilógica, puede que no esté tan lejana de las tensiones del matrimonio como institución real de nuestras vidas) no logra trasmitir en sus imágenes más vibraciones que las de su muy particular dirección, a lo asperger, de actores (aquí aún menos brillante, al perder la musicalidad que le confería el idioma griego) y que las que aparecen sencillamente en su guión, llegando incluso a meterse en una deriva poco grata en su segunda mitad, que se presta fácilmente a pasar de nuevo y antes del estreno en cines por la sala de edición.

Pero sigue habiendo en The Lobster algunas escenas memorables que hacen que la falta de originalidad quede algo paliada, muchas de ellas sustentadas en el juego que le dan al director las sensaciones de desolación propias de los hoteles como ya haría en Kinetta, como la del glorioso twerking sociópata o la del momento “there is blood and biscuits everywhere”. También esas otras en las que se constata la fidelidad (o ausencia de ésta) entre pretendientes a compañeros de viaje. Así que resumiendo: Lanthimos sigue siendo un genio en lo suyo, y por eso esta película no debe ser juzgada como otra cosa que lo que es, un nuevo agujero abierto para la ocasión y por el que colarnos a desplegar lecturas sobre los mecanismos del lenguaje, sean estas o no las que finalmente quería exponer el director pero que con toda probabillidad estaría contento de haber puesto en marcha en nuestras cabezas.

FacebookTwitterGoogle+Pinteresttumblrbuffer

Leave a Comment