Cannes 2015. Día 6: es personal

mayo 22, 2015

Este festival se ha caracterizado por presentar multitud de propuestas fílmicas de directores de todas partes del mundo que, para un mayor triunfo internacional, se pasan al rodaje estadounidense y al casting de estrellas angloparlantes. Y aunque es normal que esto moleste en películas como la de Yorgos Lanthimos, a cuyos trabajos la árida musicalidad del idioma griego insuflaba una energía extra que tanto bien le hacían (y que en The Lobster claramente ha perdido por el camino a una mayor resonancia comercial de su obra), pero esto no es lo que les sucede a Joachim Trier y Eskil Vogt, que no pierden fuerza ni capacidad de comunicar cambiando de lengua y actores. Es más, se podría decir que en Louder than Bombs han encontrado en su casting y su realización, más espectacular y americana (mantiene al editor, el danés Olivier Bugge Coutté, pero se nota en sus ambiciones formales el salto cualitativo que le ha dado el mayor presupuesto) un buen medio para trasmitir sus temas predilectos, que mantienen aquí su vitalidad en plenas facultades. No es Louder tan Bombs, sin embargo, un nuevo relato sobre el artista treintañero atormentado (aunque tampoco engaña a nadie a la hora de incluirse a sí mismo en su guión), sino que nos trasladamos al estadio previo de Reprise y Oslo, 31 de Agosto, en el de la construcción del angst y de las primeras revelaciones de la rareza el alma hipersensible e incomprendida que terminarán en catástrofe existencial mientras la melancolía nos da unos años de ventaja para ser optimistas con las perspectivas de futuro.

Las tendencias depresivas como tensión vital y razón de la genialidad son hereditarias, y florecen en cada uno de nosotros con diferentes formas y monstruos como queda claro en el dúo encarnado por Jesse Eisenberg y Devin Druid, claras figuras portadoras de la gravitas trieriana que han absorbido el poso genético y cuyos personajes desarrollarán sus tormentos con diferentes, casi opuestas complejidades psicológicas, manteniendo en todo momento y ante la cámara las hermosas escenas coreográficas que se aparecen como bocanadas de frescura cuando estabas perdiendo la fe. Pero no, todo sigue ahí, esperándote para atacarte de esa forma que parece que sólo estos nórdicos saben hacer. Olvida lo estúpido de la linea argumental de la madre que encarna Isabelle Huppert, olvida la intelectualidad vacua, la irritante funcionalidad de su fría estética. Louder than Bombs vive cuando abre esos breves y escasos momentos de sutileza, que no lo son tanto, aunque nos duelan. Cuando los chicos tristes bailan a escondidas en sus cuartos, cuando celebramos nuestra violencia con las personas y las circunstancias que tanto nos aman, cuando mentimos y nos mentimos. Cuando nos tiramos de bruces contra tumbas ajenas, cuando nos miran los ojos de la tristeza, o cuando un reguero de verdad en el momento preciso nos despierta la aprehensión del mundo.

O eres del Barça o eres del Madrid, o eres joven o eres viejo, pero no se puede ser de las dos.

Y es probable que si eres joven, al menos de espíritu, no te importe que se defenestre a los viejos dioses, que se manipule su mensaje y se confundan su tacto y su propósito, como le pasó a Stravinsky, a Marx, a Fellini; que se retuerza su legado para crear nuevas obras diferentes, que se valen de la apropiación para ganar un prestigio cuyos autores no hubiesen logrado por sí mismos, pero asomando por el umbral de la puerta la cuestión de la contienda en la que vivimos en el terreno artístico cuando se trata de herencias. El mañana, el hoy, trae nuevos aspirantes, unos cuyo signo identitario es la falta de profundidad y de una particular e insípida estética. Es la era de Lady Gaga y sus videoclips, la del Dance Central, la era de la Reina Madre otorgándole títulos honoríficos a Bono, y la era, también, de los viejos que les chupan el tiempo a los jóvenes. Estando ahí como referentes, insuperables, dejando claro que nosotros no podemos producir nada que no sea banal o mil veces transitado por los anteriores y en la que hay criaturas que asumiendo esto entienden que, como dice la más joven protagonista, “nunca sentí que tuviese nada que decir”. Un mundo en el que todo paso de la juventud a la vejez se representa como un tránsito repentino, y que nos llegará de manera traumática con una crisis de la mediana edad de la que se sale, más tocados de lo que los gustaría, y sin poder hacer nada al respecto.

Sorrentino crea otro mecanismo mimético del de La Gran Belleza, y realmente no sería reprensible criticar a los que han llamado a esta película La Gran Belleza: segunda parte, pero Youth sí tiene un par de problemas que no son este: aquí el director se ha decantado por la dirección e interpretación musical, un tema menos potente que el de la literatura aunque se encargue de activar los mismos resortes artísticos y humanos, permitiendo casi las mismas (aunque degradadas) reflexiones. También que su entorno, un lujoso hotel en, Wiesen, Suiza, que no tiene la riqueza de ecos con la que contó al jugar con Roma al completo en su anterior trabajo. Por último, que ningún Michael Caine (por cierto, Sorrentino se coloca como Caine pero también como el cineasta apolillado que interpreta Harvey Keitel, estableciendo una dualidad entre sus inclinaciones como creador) y sus “Simple Songs” alcanzará el impacto de Toni Servillo AKA Jep Gambardella y su “Aparato Humano”. Con todo, Sorrentino sigue siendo un realizador notable y alguien que, como hemos dicho al principio, tiene una forma de narrar a los antiguos con su muy particular (aunque pueda no parecerlo) sense of wonder y con su propio tempo. Es una forma narcisista, banal, grotesca e incluso irrelevante, pero aquellos que estén de acuerdo con una de las tantas subnormales, ligeras, a fin de cuentas novatas afirmaciones que hay en la película en la que el italiano nos dice que “las emociones son lo único que tenemos” encontrará en este un entretenimiento perfecto para una vida donde el absurdo no nos deja espacio para soñar más que en sus aparatosas imágenes, creadas casi exclusivamente para asombrar a aquellos ojos que aún no se hayan marchitado por el peso de la experiencia.

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