Parks and Recreation: la (no) despedida de una era

marzo 3, 2015

Era 2009, la deuda de los créditos basura había reventado el año anterior en el seno de la nación americana, ya inmersa en las consecuencias de la incompetencia de los responsables financieros, y en mitad de todo esto apareció una enérgica, contestataria y cándida rubia de metro cincuenta y siete que nos vendía fe ciega en un activismo político interesado por cambiar las cosas que, en lugar de darle la espalda al sistema, lo acepta y reafirma como única esperanza para el ciudadano comprometido. Hacía esto desde su puesto de responsable de “Parques y Recreo” de la insondable ciudad de Pawnee, intentando rellenar la inmensa fosa que afea uno de sus barrios para poner en su lugar un parque que sirva al público de área de esparcimiento en su tiempo libre. Intentándolo, y encontrándose constantemente varada en un mar de torpedeos por parte de la anquilosada burocracia y de unos egoístas agentes privados que cada vez que ganan consiguen frustrar, tal vez sin darse cuenta, cualquier posible refuerzo del sentimiento de comunidad. Eso sí: nadie contaba con el tesón y cansinismo de la rubia Leslie Knope.

Parks and Recreation, un intento de la NBC por hacer un spin-off de The Office contrató al productor ejecutivo de aquella serie, Greg Daniels que junto con Michael Schur (creador de Brooklyn Nine-Nine y guionista al igual que su compañero del SNL) formaron el equipo creativo que construiría una comedia mockumentary, ideada para trasmitir, a modo de parábola, los problemas de una pequeña comunidad en la que el gobierno local marcaría un rol crucial durante los próximos años en sus vidas. La serie tuvo una infortunada primera temporada que, gracias a una reevaluación, consiguió limitarse a seis episodios tras los que se perfilarían los defectos del personaje principal (dejaríamos de reírnos de Leslie, sino con Leslie) y del tono, mucho más ágil y despreocupado en lo que nos encontraríamos después. Así sobrevivió durante siete temporadas una serie destinada por todos los frentes a fracasar más pronto que tarde. Una serie que le ha servido a la NBC para insuflarle prestigio a la cadena, reconectar con un público joven y recuperar la casi extinta fórmula de comedia de baja audiencia pero aclamada por la crítica en una cadena nacional.

Así hemos visto cómo ha evolucionado a lo largo de estos años una serie de acertado casting, de interesantes dinámicas, de grandísimos momentos de GIF que se quedarán para siempre en nuestros tumblrs y de conceptos que dan respuesta a carencias previas y que se han incorporado ya sin remedio a nuestros cerebros como recursos mentales. Celebrar el Galentine’s Day, hacer de vez en cuando un Treat Yo Self, aprender a lidiar con los Rob Swanson/Duke Silver de la vida, rechazar como si no hubiese un mañana la maldad oculta y latente de todo lo que colinde el concepto de biblioteca y nunca, nunca olvidarse de honrar la memoria de Li’l Sebastian. Son destellos de amor, pequeñas revelaciones que Amy Poehler y su troupe llevaron al corazón mismo de la serie para, admitámoslo, hacer más importante los pilares del cuidado afectivo que los de la lucha por la justicia social.

Entonces, ¿acaso la cursilería ocupa el espacio propio de las tramas judiciales? ¿Es el gofre más poderoso que la pluma? Lo cierto es que el equilibrio entre estos dos conceptos ha ido cediendo paso a lo largo de las temporadas hacia una ternura cada vez más reiterativa y menos pendiente de un desarrollo cómico o argumental, causada tal vez por el gigantesco afecto que los seguidores de la serie proyectan sobre unos personajes que dejaron de ser tal para convertirse en simples iconos de adoración incuestionable. Pero tampoco podemos olvidar que aquel equilibrio fue perfecto por un largo periodo de tiempo. Porque de la segunda a la cuarta temporada Parks and Recreation nos dio una fórmula refrescante, edificante incluso, para paliar ese cinismo e imposibilidad de creer en la inocencia con que nos vemos condenados a afrontar este mundo. Porque Leslie Knope ejercía en su pequeña comunidad una filosofía social de respeto y decencia, un auténtico matriarcado rooseveltiano que recontaba la fábula del dragón de la plutocracia y del abuso enfrentado no por un gentil caballero, sino por una red de amigos chiflados presidida por un rayo de luz en forma de mujer que lejos de ganar o conseguir que este sea un lugar mejor muchas veces simplemente perdían. Pero lo habían intentado, cosa que hoy ya parece en sí misma imposible.

Parks and Recreation es el entusiasmo americano al estilo Frank Capra que podemos tolerar en estos tiempos de nihilismo político. Lo sabían los creadores de la serie, lo saben los múltiples políticos reales que han hecho cameos y nos lo hizo saber de forma última la administración Obama cuando vimos surgir de la nada en uno de sus episodios a la Primera Dama. Ese es tal vez el caramelo envenenado de esta serie tan puritana como tranquilizadora. Leslie Knope, empedernida trabajadora que se jacta de sobreesforzarse por su empresa, que toma la iniciativa por mejorarla a pesar de que no se le reconocía en muchos casos su valía y con sus consecuentes happy ends de temporada, en los que sus méritos se convierten en un progresivo ascenso en su carrera que refuerza el american way of life. El choque de palmas entre Michelle Obama y Leslie Knope, acto publicitario del programa de fitness del Gobierno por una Norteamérica menos obesa, es la conjunción del soft power izquierdista presidencial y el espíritu de la serie de reflejar, aunque siempre con un fondo optimista, el brutalmente mutilado margen de actuación por una justicia social de las instituciones oficiales. Un choque de palmas retorcido que ejemplifica en un solo gesto el estado de salud del sistema democrático americano y la ideología con que enfrentarse a la misma.

Pero sus protagonistas no han parado de intentarlo. Esto es lo que no hay que olvidar. Esto y que, mientras lo han intentado, su deformada visión optimista de la realidad le ha hecho dar buenos tropiezos figurados pero tan bien literales. Que sus disfuncionales criaturas dan pie a toda esa comedia por su negación a haberse adaptado a un mundo contra el que, aunque sea en ese pequeño microsistema, han sido aceptados y alentados a seguir siendo como son. No es sólo que hayan podido hacer bromas racistas, sexistas y capacitistas porque están libres de toda sospecha, sino que han exorcizado aquellos tabúes como anticuerpos que servían a su vez para sanar estas problemáticas. Que el humor existe en nuestras cabezas por ser nosotros previamente unos desafectados pero que sin su implícita bondad no podríamos habernos reído a gusto con sus mofas, y que el amor que emana Leslie cuando nos desnuda su alma y la vemos luchar contra imposibles es la representación última del concepto de empatía (es curiosio, pero ningún personaje de la serie parece verse nunca a sí mismo, sólo se ven gracias a nosotros). Esta serie fue en muchos sentidos mejor y más avanzada que nuestra realidad (era evidente que acabaría teniendo lugar en el futuro), y por eso le perdonaremos su publicidad, sus capítulos de relleno, su falta de humor en las últimas temporadas y hasta su discurso tan conservador en el fondo (¿por qué le gustan tanto a Leslie las ceremonias y los rituales?). Se lo disculparemos porque no sólo nos puso de su parte, sino que nos hizo partícipes de esta historia. No he visto aún el doble capítulo que pone broche a esta aventura de siete años. De hecho, creo que nunca podré hacerlo. Pero mientras sobrellevo mi duelo seguiré esperando al Galentine’s Day, me reiré del Jerry de mi vida, honraré la memoria de Li’l Sebastian, e intentaré querer más a la comunidad que me rodea. Parks and Recreation ya había terminado mucho antes que este pasado 24 de febrero, pero esta es, desde mi punto de vida, la única forma que tenemos de conseguir que esta serie siga viva para siempre.

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