San Sebastián 2015

septiembre 26, 2015

Pocas cosas buenas tenemos que contar de esta edición del Festival de San Sebastián, en buena medida por tener entre muchas de sus obras más potentes aquellas que nosotros ya habíamos visto en la pasada edición de Cannes. De hecho, antes de seguir, aquí os dejamos las críticas de algunas películas que se pasaron por el Zinemaldia: Chronic, Sicario, El Abrazo de la Serpiente, Our Little Sister, Son of Saul, Mountains May Depart y, por supuesto, The Assassin, que vimos por tercera vez y de la que esperamos subir pronto la entrevista al respecto que le hicimos a Hou Hsiao-hsien. En parte también nuestra desilusión se ha dado por la ausencia de alguna obra formidable, de la necesidad progresiva de toparnos con esa película que parece que no llega y que sobrepasase a todos esos títulos estimables que han poblado todas las secciones del festival pero a los que les falta ese grado de interés para que la recordemos cuando haya pasado tiempo, mirando desde otra perspectiva.

No vamos a entrar a evidenciar la pobreza de la programación (mientras nuestros compañeros sufrían ese gigante gris que parecía ser la Sección Oficial, otro tanto hacíamos nosotros con Nuev@s Director@s, que por sus temas elegidos se ha inclinado a pasar por todos los clichés del relato iniciático hasta quemarlo), a todas esas secciones paralelas que no aportan demasiado o a esas cuestionables cuotas de género. Porque nuestra gran pega es que el SSIFF no nos han dado lo que nosotros deseábamos Kaufman, Sokurov, Larraín o Wheatley (como sí lo hicieron el año pasado Sciamma y Hansen-Løve), ni tampoco ha habido ninguna gran sorpresa entre los directores por descubrir. Pero damos fe de que nuestros compañeros sí han salido contentos con algunos de los trabajos de los autores citados, y también de paso revitalizados con alguna que otra joya oculta que se han encontrado por el camino. Es muy probable que si hubiésemos visto Le Nouveau, Evolution, La Novia o Les Demons otro gallo cantaría en nuestra experiencia en San Sebastián. Hemos tenido mala suerte, y eso no es culpa de nadie.

Losers

Hay en la comedia de slapstick social Losers dos protagonistas principales, y no son los dos jóvenes pardillos que a su manera significan la concatenación de fracasos previos derivados del destino/sistema/introduzca-su-culpable-preferido-aquí. No, sus dos rostros más llamativos son, por un lado, su blanco y negro como fotografía básica. Llegado el momento se da un diálogo entre dos personajes que, mirando al horizonte, hacen ver que todo cuanto les rodea es una ciudad gris que les atrapa no sin unas connotaciones moralistas que más perjudican que benefician a la robustez de esta historia. La otra, ese espacio que enmarca a los ciudadanos de esa ciudad búlgara que más vale que no tenga nombre propio (porque, como hará saber otro personaje, es un continuo corrido de pueblos con las mismas esperanzas, las mismas miserias). Las calles les aplastan, las plazas les atrapan, el horizonte de edificios medio derruidos es el fin de su misma silueta, hasta que en el único momento en que se rompe la fotografía a-colorida la cámara viaja al cielo, mirando a las estrellas y esperando conocer las verdaderas aspiraciones de estos locuelos muchachos.

Es uno de nuestros puntos débiles el de los retratos de esos jóvenes de carisma estético que se esconden en unas referencias pop apropiadas para con su entorno (más si usan como tema recurrente una canción Kitsuné) pero aun así Ivaylo Hristov triunfa en su modestia, que sabe que el tono del sureste europeo (con ese ritmo verbal un par de bpms más quieto que el de territorios más prolíficos) es perfecto para los personajes entrañables, pero que se queda a medio gas por la falta de mayor contundencia en sus números cómicos o algo más de garra en su guión para mostrar estas fracasadas vidas. Esta peli es una loser como lo son los mismos personajes de los que habla: un fracaso que sólo lo es porque no saberse un gran acierto, tal vez porque sus responsables se han creído que sus capacidades eran limitadas, o confiriéndole una importancia que no es tal a la falta de un mayor margen de maniobra.

Barash

Difícilmente Barash entusiasmará a nadie (bueno, menos al parecer a esta gente). La película de Michal Vinik no arriesga en lo formal en ningún momento, y cuenta un clásico coming-of-age centrado en la iniciación sexual e identitaria durante la adolescencia, pero se luce mínimamente por el exotismo propio del territorio en el que se basa. Naama, de clase media, vive en una ciudad tranquila cercana a Tel Aviv, y mientras su hermana tiene que seguir ejerciendo sus obligaciones en la base militar ella y sus amigas del instituto desesperan por conseguir drogas. En los estupefacientes, así como en el amor y la pérdida de conexión con su entorno, introducirá Lili a la protagonista, que vive en un mundo de jóvenes conscientes y desencantados que se esconden en una frivolidad que no se retrata de forma purificadora pero tampoco catastrofista. El justo medio.

Y mientras este es el argumento de base la cotidianeidad israelí va aflorando en los contrastes, sus formas de desarrollar su relación con lo occidental y lo árabe, con que nosotros miramos su vida. Ropas grunge y mochilas estadounidenses contra rigideces en los asuntos de género y de confrontación con sus árabes vecinos. Hay al menos un par de momentos inspirados, la forma de rodar la escena sexual logra una intimidad patosa entrañable, y los gags de tono político en los que se desarrolla la figura patriarcal son notables, pero por la indefinición con que va desarrollando la historia, cuando nos percatamos que no eran los hechos que sucedían una concatenación de fichas de dominó rumbo a un explosivo plato fuerte sino simple divagación, hacen de Barash una obra que no logra refrescar lo agotado de la fórmula escogida.

Me, Earl and the Dying Girl

Parece siempre difícil que emerjan brotes verdes del quemadísimo campo de la comedia adolescente adobada con aderezo sabor a Sundance, y de hecho en todas esas ocasiones en las que su director cae en el juego multirreferencial (esas insoportables películas suecadas) se nos apaga la fe. Pero entonces entran a escena nuevas emotividades que enmarcan las relaciones interpersonales de los jóvenes, algunos momentos cómicos de suficiente personalidad y de paso un juego estructural que nos permite observar esta agridulce historia de duelo y medrado personal sin el libro de respuestas con que normalmente vienen acompañadas estas obras. Un Love Story para jóvenes escépticos, autoindulgente e hiperverbal, muy bien actualizado. Una historia de cáncer estupenda.

Pero no termina de convencernos la que parece que ha sido la adaptación de un Alfonso Gomez-Rejon (que ya había trabajado como camarógrafo con Scorsese e Iñárritu) que buscaba graduarse en la dirección exportable (planos de expresividad llamativa y facilona, imbricados ángulos de cámara que realmente no atienden a nada), una obra que por sí misma nace destinada a ser olvidada. Termina de darnos la puntilla esa cosa de la que hablábamos al principio, ese valerse de los significantes ajenos para darle empaque y profundidad, sustentarse en los referentes  japoneses y europeos para decir nosequé. A las claras: el cuento de la niña con leucemia es la de otra manic pixie dream girl, otro punto de construcción argumental para que su egocéntrico protagonista salga fortalecido de esta historia que siempre fue suya. El problema viene cuando es de esas películas amateur de las que se nutre para demostrar su valía, y cuando debe hacerle la obra definitiva a su moribunda amiga la elección será una abstracción stop-motion que copia a Stan Brakhage para demostrar su crecimiento como artista y de manera secundaria su amor a Rachel. Escena de pequeño horror existencial involuntario que se atenúa por la emotiva melodía de Brian Eno que hace que se dirijan nuestros sentimientos, y ahí funciona a la manera más tópica del indie americano. Una película ligera que, dado el atractivo que despierta en nosotros cada temporada este consentido género, antes o después acabarás viendo. Y oye, si te gustó Las ventajas de ser un marginado, no lo lamentarás del todo.

Ixcanul

Dos imágenes de Ixcanul y la primera en referencia a lo que se vivió durante la proyección. Mientras las protagonistas de este filme, retratadas con una pretendida mirada antropológica, sin estruendos de ningún tipo, muestran a cámara las costumbres místicas de su tierra maya, algunos de los espectadores que asistieron a la misma sesión en la que yo estaba se reían divertidos con lo “exótico” que se estaba retratando. La otra, justo al final de la película, en el coloquio que dio Jayro Bustamante, tras ese final in crescendo dentro de su denuncia de cine social y que desvela sus últimas cartas con tal grado de intensidad que de seguro hubieran sido del gusto de Brillante Mendoza. En ella Bustamante nos cuenta que ha dulcificado ese crudo relato real del que basa esta historia, en parte para no herir más de lo necesario (y en buena medida también para alcanzar unas mejores posibilidades de distribución, todo sea dicho), y aun así la maldad que le acontece a esta fértil María que vive en la falda de un volcán de latente provisión de recursos para los habitantes de la región (y que pisa las serpientes que ponzoñan sus tierras, alerta metáforas) es tan terrible como invisible para los que la sufren, pero de durísimo contraste para las audiencias occidentales.

Porque por encima de su forma de crear una concatenación de escenarios que expresan una nueva cara de estas vidas rurales o de esa serie de estadios con los que el director consigue que vayamos empatizando con ese universo presentado (esa progresiva disminución de risas) lo importante es cocer a fuego lento el costumbrismo para que la violencia sistémica se desate en contados pero fundamentales golpes de efecto que logran los objetivos de esta película y que están alcanzados en buena medida por esos personajes tan bien actuados que consiguen meternos en sus vidas.

Puede que Ixcanul no pretenda hablar demasiado de cine, aunque sí que lo hay, pese a sus evidentes obstáculos (con imágenes poderosísimas como esa mujer haciéndole el amor al bosque o ese plano de unos padres sometidos por la religión negando las evidencias) sino más bien alcanzar a sus espectadores con algo que podría parecer una especie de crónica gonzo, muy literaria pero también muy humanista. Si el cine de denuncia social debería revolver conciencias no hay mejor noticia para esta estimable Ixcanul. ¿La clásica película de festival? Sí, pero es esa una fórmula que se justifica por películas como esta.

El Club

Era una de las grandes promesas que nos venían desde su estreno en la última edición de Berlín, una de la que esperábamos grandes cosas y que, lamentablemente, no ha terminado de llenarnos. El problema es sobre todo nuestro, ya que lo último de Pablo Larraín (el director de Tony Manero y No) es lo que podemos catalogar como una propuesta sólida, y aunque nos hubiese gustado más que en vez de decantarse por la condena se hubiese acercado al estudio de sus personajes, ésta postura probablemente difiera mucho según la cercanía al tema retratado por parte de sus espectadores.

Es tal vez por eso que me cuesta conectar, incluso darle credibilidad a unos personajes que casi con total seguridad (y más por las noticias que nos llegan cada cierto tiempo) están sacados de esa realidad que dice retratar fielmente El Club. Sus curas pederastas, maltratadores y asesinos encubiertos por la propia iglesia católica de la luz pública son astutos en parte, y en otro alto porcentaje unos desviados mentales capaces de justificar sus sádicas conductas con las excusas más escandalosas, con la mayor desfachatez y desconexión con su responsabilidad en unos actos que son expuestos como el mismísimo demonio absoluto.

Y no son sólo esos hábiles profanadores los retratados con sospecha de credibilidad, sino aún más el personaje de Sandokán, esa sociedad chilena a escala que de pura consecuencia de los actos de los curas es repugnante, irredimible, auto-flagelante y deshecho humano, denunciando a los cuatro vientos una relación de amor/odio con ese curita que le daba el semen del niño Dios de la que será incapaz de liberarse. En ese sentido, el director trasandino vuelve a señalar con dedo acusador las (para él) raíces de las contradicciones al respecto de un tema de una forma tan sencilla que llegan con facilidad, pero cuesta creerse si ese tono humorístico, casi grotesco, no acompañan con una cierta moralidad que le acerca más a su Post Mortem que a su No.

Más allá de las cuestiones políticas, la cinta enuncia su mensaje aunando trama con decisiones técnicas, y es grata tanta la precisión lumínica y el lugar a medio camino del purgatorio y la cuarentena con que el cura renovador llega a esa casa, apuntando cual sujeto analista a sus diablos, que, al menos a mí, me parecieron que estaban mejor o peor enfocados con su lente (también creí ver un juego con la profundidad de campo) según lo que nos contaban se acercaba más o no a lo que Larraín considera que es la verdad. Momentos para el recuerdo y algunos patinazos en sus posicionamientos, pero ante todo una perspectiva valiosa.

Anomalisa

Iban las expectativas demasiado altas con el último proyecto de Charlie Kaufman, cuya obra previa nos pesa demasiado para lograr acercarnos con indiferencia a lo que el ingeniero de cuartas paredes tuviera a bien presentarnos, cosa que claramente juega en contra de nuestra opinión sobre Anomalisa. Pero así son las cosas, la inmersión del neoyorkino en el universo  stop-motion de la mano de Duke Johnson tiene en su corazón una paradoja insalvable: esta historia sobre la insulsez de la vida y el narcisismo choca de fondo con una obra que es, de hecho, en parte despreciable por lo insulsos de los resultados (esos tiempos muertos de hielos y cigarros en el hotel) y también por el tipo de egoísmo que practica el autor. Dicho de otro modo, en Anomalisa no hay experimentación ni ideas transgresoras, sólo un bosquejo chiquito de cierta destilación del corpus narrativo de Kaufman, mostrando el perfil malo de lo que sabe hacer el director. Solipsismo encontrado.

A quién vamos a engañar. Sabemos que el autor es un misántropo de tomo y lomo e incluso este punto de vista de partida podría dar lugar a relatos interesantes y defendibles, que no somos nosotros quienes digamos que no se puede hacer sarna del apasionado de la música de Kiss FM. El problema es cuando esa disposición se queda en lo más superficial, deslavazando las posibilidades del juego con el medio (de las que sabemos que el talento de Kaufman ha llegado a alcanzar alguna vez) e incluso dispersándose en un relato con una única idea central que, además de simple, tampoco es excepcionalmente original. Cuando vemos a esos personajes de igual rostro, cuando captamos la dinámica de la identidad sonora con la que la película nos retrata las subjetividades basura, hemos alcanzado el punto crítico en cuanto a la energía del filme. Para cuando vemos al señor Kaufman (perdón, Michael) protestarle a la mediocridad del mundo sobre un escenario con su desfile antipatriótico, descubrimos trazas de desesperación, de incluso senilidad intelectual.

Anomalisa sí se marca algunos tantos, sobre todo en algunos puntos del comienzo de la narración donde ese juego con las interacciones verbales con otros que dan lugar a conversaciones disparatadas, un jazz de besugos (casi pareciesen glitches en diálogos de videojuegos) muy grato. También la escena sexual de la película confronta la mirada de un espectador que ni está preparado para unos tiempos de vista tan largos ni para unos personajes tan repugnantes (y por ello mismo, es una escena tremendamente humana y, a su manera, bella). Pero son hechos aislados de un total que, sin ser deplorable, nos sabe a poco. El amor no podía salvar a Charlie Kaufman, pero sorprende que, en vista del poco esfuerzo que hace por nutrirlo, su ausencia sea algo que le pese. Buscábamos al genio megalómano, y nos quedó el ombliguista.

High Rise

Hay en High Rise un punto de partida interesantísimo, con muchas posibilidades de desplegar ese universo preñado de grandes ideas y avances de trama derrapantes que parece (tampoco la hemos leído, así que no podemos confirmarlo) ser ese Rascacielos que Ballard quiso mostrarnos en su novela en los años 70. Ben Wheatley se copia del trasfondo y escenario de la novela, así como de una enajenada estética (que no por videoclipera debería ser despreciado) por la directora de fotografía, Laurie Rose. Y sin embargo, frente a la batería de barroquismos y estímulos rítmicos y visuales que harán las delicias de los aficionados al Sorrentino más desbordante (y molestarán, obviamente, a los más reacios con el cine del italiano director) tenemos una sensación de devenimiento que se agota, que esta historia sobre una civilización que se ahoga en su propia hibris sufre aquello mismo que intenta denunciar.

Porque da la impresión de que Wheatley ha tomado un trabajo de dimensiones colosales que en algún momento ha logrado desbordarle (apuntamos como posible catalizador el de la traslación del guión original al técnico), consiguiendo que su puesta en escena reitere en lo que ya ha explicitado y se quede sin afianzar los puntos más débiles de su relato, tanto en su vertiente narrativa como en su argumento anticapitalista. En definitiva, que el exceso como idea funciona a dos velocidades (la anarquía estilística contra un guión caótico, enrarecido) que no llegan a sincoparse, y crearán unas estridencias sensoriales que, gusten más o menos, se reconocen como un pequeño fracaso en cuanto a desarrollo de la propuesta. Wheatley haciendo sin querer en esta denuncia vertical sobre la lucha de clases que su propio ascensor esté, a su vez, también estropeado.

Pero una cosa hay que admitirle a High Rise: ha sido durante este festival la película más imaginativa de las que yo haya visto. La que mayores conversaciones ha suscitado, con tal cantidad de estímulos que la convierten en el ejercicio más interesante de ver y analizar (mención especial para el uso de la banda sonora, con Clint Mansell de maestro de ceremonias y con una versión del SOS de Abba a cargo de Portishead). Porque dará que hablar, como así nos ha pasado a los compañeros, que cada cual ha querido ver en esos veloces puntos de enganche, en esa concatenación de hechos fugaces que se influyen entre sí diferentes interpretaciones y diferente profundidad de calado en su mensaje. Es esa mezcla de tartas que se reparten entre los personajes, sin que nos demos cuenta de que lo han hecho y lo que eso simboliza, para luego mostrarte literalmente burbujas que estallan como metáfora demasiado evidente como conclusión de la película. La idea de una cajera que aprende francés, frente a unas mujeres histéricas espetando gritos de guerra contra el patriarcado. Imágenes como las descritas que se yuxtaponen en un montaje que es un continuo zigzaguear entre el simpático acierto y la polémica facilona. Una bomba arrojada contra los cimientos nuestros edificios. Desactivada.

The Show of Shows

No hay mucho que pueda decirse sobre The Show of Shows. Tampoco son muchas las ideas que pueda transmitir este documental que se vale del found footage de circos antiguos ensalzado por una soberbia score instrumental a cargo de Sigur Ros y Hilmar Örn Hilmarsson, que a modo de obra de variedades va lanzando canción más número cirquense como complaciente y entrañable ejercicio voyeurístico para sus deshabituados espectadores (Torture, The Eternal Feminine, Breakfast with the Himalayas son algunos títulos de estas canciones). Pero es tal vez de eso de lo que va esta obra, de que, por mucho que pretendamos excusar nuestros ratos de ocio con disfraces cerebrales la cabra tira al monte. Nuestros GIFs, nuestros videos de fails, nuestros Vines y las risas que echamos con la telerrealidad (cualquiera de estas cosas casi siempre mucho más asombrosas que la escena más apoteósica del último blockbuster) son una distorsión en las formas para colmar ese mismo tipo de placer, que como a nosotros hoy, le producían a las gentes de finales del XIX comienzos del XX las damas ultra corpóreas, los virtuosos del riesgo, los novios de la muerte. Aunque el choque cultural hace que pensemos en aquello que se golpea contra nuestra perspectiva actual (la explotación infantil y de animales, el descrédito a la seguridad física del personal en los espectáculos) es todo pura cuestión de intensidad, y pocas cosas nos van a resultar más mágicas que los monos a lomos de un caballo o los canguros boxeadores. Que los bebés lanzados al aire con una sola mano por padres funambulistas que caminan entre rascacielos.

Un flashback vital que firma Benedikt Erlingsson en forma de documental para la serie Storyville de la BBC4 cargando de amor y de dignidad el recuerdo de sus protagonistas, que lo son tanto sus artífices como sus espectadores, todos ellos parte indispensable del mundo del entretenimiento. Nos queda una sola duda: la falta de inclusión de los freaks deformes entre todos esos otros números presentados, ya que no tienen remilgos para mostrar lo más loco o conflictivo de aquellos años. Ecos lejanos de un mundo vivo.

Y para terminar:

FacebookTwitterGoogle+Pinteresttumblrbuffer

Etiquetas: , , , , , , , , , , , , , , , , , , ,

One Comment

  1. […] por Esther Miguel Trula (Puedes leer su crónica del #63SSIFF en Flamenca Stone) […]