Técnicas de iluminación: fiebre forestal

junio 11, 2014

Estás en el suelo de Bilbao que es una calle toda llena de chicles viejos, como si fuesen el sedante de las aceras pero en negativo y no eres para enfocar los zapatos y los colores están solapándose, creando un 3D luminoso que en este estado de semi inconsciencia sólo alimenta el mito de la mecánica acometida, casi divina, de creerse nada habiendo dormido cuatro horas y desde luego no queda claro quién lo dijo pero no, esa no es la mejor de las circunstancias para leer relatos de Eloy Tizón, aunque en una cosa hay que estar de acuerdo: “El problema de las maletas no es un problema de espacio, sino de tiempo. Su dificultad técnica no es tanto física como filosófica”. Afectos serializados bajo lógicas confusas e imparables a partes iguales. Éstas brotan. Querría que se me prestase mucha atención. Es fundamental que toda conexión de ideas se quiebre, que se vayan arrejuntando impactantes, sorprendentes, como de quien ha roto los atajos para abrir caminos semánticos yendo campo a través, seleccionando cerezos contagiosos, ciervos de tres patas o maletas geográficas que más tarde o más temprano encararán las tardes de domingo con un kilo de sal. Merecía ser domingo.

Técnicas de iluminación, alimento para el alma, es un mejunje a beber en breves sorbos, o la dosis será fatal, irreversible. “Porque uno estuvo en Berlín cuando Berlín era joven y la ciudad no era más que un sudario de pensiones y tranvías, con música de opereta y cerdos criándose en los balcones, oh dulzura de vivir, y todo el mundo era artista o lo decía (daban ganas de hacerse revisor) y los alemanes llevaban por la calle el dedo índice estirado, atado con un lacito, del que pendía, balanceándose, un paquete de buñuelos”. Hay hombres desnudos que te demuestran que al escribir descubren que los objetos brillan para disparar sentido, que hacer inventario es resolución de conflictos y que tus ropas no le engañan nada. Palabras adobadas. Palabras engalonadas. Palabras que eran no palabras puros geles de baño, lociones, grifos, videoclubs, podólogos, horquillas de pelo, porcentajes y gráficos hasta que vino el hombre a robarles la banalidad un ratito nada más con su receta secreta sobre el juego sintáctico que su prodigiosa imaginación gotea en frascos de a volumen cada muchos años (se escribe los lunes al sol) y relatos que parecen tener la longitud justa para que termine la invocación. Encadenamiento de movimientos no es lo mismo que acción o que trama. Dicen que hay que mirar a Ballard, a Swift, a Walser, a Dostoievski. Es algo mejor. “Doy unos pocos pasos conmovido, bailando el claqué del dolor en la acera, ciego y sordo, dejándome llevar, ahora empiezo a arrepentirme de la ligereza con que he actuado, mis piernas van volviéndose de mimbre, tengo un cesto de ropa sucia en la cabeza, respiro serrín, me ahogo”. Me gustaría que esta persona hiciese algo mal.

El asombro y la inspiración, simple y llanamente, que consigue evocar en sus lectores Eloy Tizón en Técnicas de iluminación es la del que rejuvenece la lengua sin neologismos, combinaciones aparentes ni otros trucos baratos que usamos los que en el fondo no amamos las letras con la pasión que pueden despertar, de quienes dejaron de mirarlas como si poseyeran realmente la capacidad de generar tantas sensibilidades como las que nos escondía Borges más allá del muro de su biblioteca. ¿Cuándo fue la última vez que leíste un poema sin sonrojarte? ¿Cuándo fue la última vez que tuvo sentido releer algo? En Técnicas no hay más industria que la que aparece como actor secundario. Ah, y Ciudad dormitorio es mi lugar favorito para lo que me queda de prestación por desempleo. Y

No juzgar. Todos los defectos son iguales. No hay más que un defecto: carecer de la facultad de alimentarse de la luz.
Simone Weil, La gravedad y la gracia.

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