The Tribe: el contraataque atronador

agosto 8, 2014

De estilo hiperrealista y situado en Kiev, Ucrania, The Tribe es, antes que nada, un descubrimiento que asombra. El primer largometraje del ucraniano Myroslav Slaboshpytskiy se alzó con el premio a mejor película de la Semaine de la Critique en la pasada edición de Cannes y fue, para los que estuvimos allí, la  propuesta sensorial más refrescante con la que nos encontramos y por una sencilla pero jugosa razón: en The Tribe, película enteramente actuada por sordomudos, no hay subtítulos. Y tampoco debería haberlos.

Este ejercicio es un drama elemental que deviene en thriller criminal sobre la vida de una comunidad de niños sordos conflictivos relegados a una cárcel-orfanato que, como institución de paso, como momento vital inevitable y que les marca sin remedio, vemos sólo les aboca al más irremediable de los fracasos sociales. Durante el filme acompañaremos a un dulce joven recién llegado que, para evitar la espiral del bullying que le espera a aquellos que no asumen los códigos de poder y las dinámicas de traspaso del mismo, se irá volviendo más agresivo, más desesperanzado hasta el poético cliffhanger del final que mantiene la ambigüedad a la que se someten las normas de la vida diferente, del que experimenta otra realidad (quienes no son normofuncionales, desde el deprimido al sordo). Esta es la sinopsis, pero lo que la hace diferente esta historia de la de otros dramas sociales reivindicativos de similar pretexto es que durante las dos horas de función que dura The Tribe no encontraremos más asideros que el del sonido ambiente, y, de hecho, cada vez que nos acercamos al mundo de los habladores una barrera insalvable se nos aparece. Una puerta, un cristal, o simplemente una distancia física que nos impide un nexo con nuestro usado y abusado código de la palabra hablada. Adaptarse al lenguaje, los otros códigos. Con toda probabilidad su director tenía estudiada Harmony Lessons, y también The Death of Mr. Lazarescu, pero esta obra no solo es bastante más oscura y tiene otras pretensiones, sino que el punto de vista de la cámara genera en nosotros el estadio de estar siendo testigos no ya de algo parecido al costumbrismo, sino más bien algo a medio camino entre lo antropológico y lo zoológico: sus protagonistas son personas, sí, pero desde que solo vemos la codificación de sus actos con nuestras experiencias previas, aún sin comprender lo que se están comunicando. Una película brutal a nivel de dirección, con un brillante guion técnico y la capacidad de suscitar un interés continuado, por explícita y fresca, en su desolador mensaje.

Una de las maneras más fructíferas de generar valor en una pieza audiovisual, de lograr sembrar en el espectador una experiencia cinematográfica propia y poderosa, es mediante el choque cultural, dejando al que se acerque a la obra así en desventaja lingüística con respecto a sus creadores y a cierto número limitado de espectadores que sí se han movido previamente en esa semántica, que conocen esos significantes. Esto se puede conformar colocando al público en medio de una obra, por ejemplo, nutrida de folclore de pueblos exóticos. Pero también se puede conseguir poniendo el foco de atención en grupos de individuos que, aunque nos puedan ser geográficamente más cercanos, posean ciertos rasgos tan particulares que hagan de ellos comunidades diferentes. Es por eso que resalta doblemente la idea que tuvo Myroslav Slaboshpytskiy al acercarnos a unos actores no profesionales (pero sí cohesionados en su universo de elementos comunes) que expresan un lenguaje que nos es inaprensible y privado mientras también accedemos al contexto de una Ucrania convulsa y ajena. ¿Lo más curioso? Que Slaboshpytskiy no ha sido el primero este año en intentar esta pirueta sensorial denunciando la política de su país natal.

En mitad de una Kiev en la que la ciudadanía se organizaba y reunía para prender la llama del descontento, en el caldo de cultivo previo a la invasión rusa de Crimea se ha filmado el ejercicio de contemplación que es el documental Maidan. Rodado íntegramente desde planos filmados dentro de la plaza de mismo nombre en la que tuvieron lugar las protestas entre el invierno de 2013 y la primavera de 2014 en Ucrania, inmortalizando en ella las bases de esa nueva nación terriblemente hastiada de su presidente Yanukovych en particular y de los órganos de poder nacionales en general, y se hacía esto con este truco visual que permitía la presteza del fenómeno colectivo más pura dentro de la no-ficción. Curiosamente, y simultáneo en el espacio y en el tiempo a este acercamiento etnográfico de Sergei Loznitsa se rodaba The Tribe, que durante su mismo rodaje se ha topado con la obligación de adulterar el proceso de producción, de modificar el esquema de elaboración de la película por la agitación, en ocasiones puro descontrol, en la que se encontraba su nación. En definitiva, una película sobre las barreras de la comunicación en el entorno hostil que se les presenta a los desfavorecidos y que, paradojas de la vida, a la hora de llevar a cabo esta obra no hace más que toparse con los límites de una realidad que le da la razón pero que no deja de serle adversa. El choque, entonces, deja de ser esa pequeña ficción cultural para convertirse en una desazón objetiva, que se nos cuela en el registro de lo simbólico pero también de lo real. Cuerpos de todos los tamaños tomados por la rebeldía que bailan enfurecidos para recordarnos que la rabia sigue ahí fuera. Y también aquí dentro.

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