Whiplash: latigazo incendiario

junio 6, 2014

Que Whiplash tendrá el torrente de críticas polarizadas y monopolizará el interés que se genera en el espectador indie medio cada temporada con esa película americana de bajo presupuesto y talentos emergentes (sí, te miro a tí, The Spectacular Now) no va a pillar a nadie, que la haya podido ver antes, por sorpresa. Y eh, si me equivoco espero que recuerdes que no soy infalible, pero es que tiene todos los elementos necesarios para encandilar al público. Tiene el casting. Tiene el tema. Tiene, sobre todo, una ejecución en todo momento espectacular que se trabaja el formalismo al estilo de los directores que consiguen sobresalir frente a ese cine, tan frecuente en esos círculos, de ambiciones cinematográficas limitadas. Rechazando ese realismo mumblecore que a veces parece tan en las antípodas del concepto de entretenimiento visual. Whiplash es la película donde te sientas a recibir una paliza mental y a reconocer el talento de todos los implicados en la obra como lo hiciste en su momento con el Pi de Darren Aronofsky, con el Primer de Shane Carruth. Llega el fundido a negro final y tras ese segundo de pausa antes de que salgan los créditos finales se desboca del todo la potencia que ha ido cargando en ti, tras ese segundo de desconexión (su director, Damien Chazelle, ese zorro) que te ha hecho falta para que comprendas que te han indicado la salida del juego en el que ya hacía tiempo que habías entrado, son todo aplausos, ansiedad rítmica, furor de vida.

“Prefiero morir a los 35 habiendo alcanzado la gloria y lo más alto que vivir una vida mediocre como la vuestra hasta los 80” le dice Andrew a su familia, previo intento de demostración de su valía por encima de un primo que, tras un rato de alabanzas, descubrimos es la honra familiar por ser, nada menos, que un futbolista. Eso sí, en tercera regional. Andrew no perdió ocasión de mencionar ese detalle y de ahí que termine expresando en su defensa el statement. No es fácil ser el más joven (19 años) miembro de la exclusivísima banda musical del mayor director de orquesta del Conservatorio de Musica Shaffer de Nueva York, que es probablemente la escuela más respetada y brillante de las grandes ligas mundiales, y ver cómo tu entorno tiene proyectada la imagen de que eres un chico sin estudios “verdaderos” y que parece algo obsesionado por ese grupo musical al que va un par de veces por semana. Andrew está acostumbrado a que no le valoren, y casi parece que es precisamente por eso, por esa falta de valoración, por la que está metido en todo esto.

La historia del músico en persecución de la excelencia, en particular aquellos obsesionados por la trascendencia en el jazz tiene una historia corta pero intensa en el terreno de la mitología, y esta trae también unida la intensidad física. La frecuencia, durante la película, en la que aparecen restos orgánicos del cuerpo del aspirante a amo de la batería es equivalente a la de la brutalidad de actos de destrucción del amor propio que ejerce sobre los demás el sádico profesor que golpea tu cara mientras con voz estentórea y enajenada es capaz de preguntarte sobre si vas adelantado o retrasado en tus notas (si el profesor le hubiese pegado un puñetazo a Andrew que hiciese saltar por los aires algún que otro diente de su boca no nos hubiésemos sorprendido). Esta cuestión tiene la capacidad de ser tan divertida como de provocar dolor espectatorial, y cada corrosión de la piel causada por el sudor, cada llaga supurante que nos muestra Chazelle no deja de apelarnos a ese Andrew en su faceta suicida. Pero tiene su razón de ser. Quienes hayan estado alguna vez en un entorno de conservatorio de música (como también han vivido su director y su actor principal, Milles Teller) o, como mínimo, hayan visto La Pianista de Haneke saben a lo que nos referimos. “¿Todo esto por qué?” Le pregunta un padre angustiado a su hijo devorado por su obsesión. La respuesta llega más tarde de la boca del profesor con más exposición a denuncias por abuso que hayas visto en mucho tiempo: “The worse two words ever invented are ‘good job’”, y tras ello un repaso a la debacle artística de occidente y lamentos varios a la ausencia de los Buddy Rich, Gene KrupaCharlie Parkers de este mundo.

La cuestión física (muscular) del sonido musical y el difícil equilibrio del mismo con la presión del pulso en el directo sobresale en Whiplash como esperaríamos en cualquier narración sobre los elementos que conforman el desarrollo de un arte performativo. Ahí están Las Zapatillas Rojas, Danzad, Danzad Malditos, Empieza el Espectáculo, incluso Cisne Negro, hablando de esto mucho antes. El problema es que el tratamiento de la cuestión que recoge la cámara de Chazelle cuando filma a Teller y, sobre todo, a su bien discernible doble de brazos para las escenas más frenéticas, se asemeja menos al esfuerzo artístico y más al de la lucha (competitividad) con tintes de alianza simbólica entre lo militar y lo capitalista de un Rocky, de un The Boxer, del entrenamiento al que se someten los cadetes en La Chaqueta Metálica para recordarnos que la batalla es contra ti mismo pero, también, contra el resto de compañeros artistas porque sólo uno puede ganar y no tiene por qué ser el mejor. El malintencionado del profesor Fletcher pone continuamente a tres baterías a luchar entre ellos de los que sólo uno alcanzará al fama mientras, a la vez, el pulso de la imagen se sustenta sobre la difícilmente evitable debacle tan humana que es ese nerviosismo que siempre forja cualquier directo musical. Aunque, como ocurría en Grand Piano (no por nada Chazelle fue el guionista que confeccionó aquel artefacto) se sepa que dentro del gran público nadie percibe la gota errónea en el mar del virtuosismo escénico.

Pero ese mensaje de glorificación de la plusvalía tan evidente que es Whiplash no evita que sea una película abierta a diferentes interpretaciones sobre esta misma idea. A fin de cuentas, el ab-uso del personaje interpretado por J.K. Simmons hacia el jovencísimo Miles Teller que hace de protagonista se puede ver como el maestro que guiará al pupilo, a través de la extenuación de estilo militar, a la virtuosidad. Ese es precisamente el discurso que predomina en buena parte de las críticas sobre esta película y, sin embargo, algo nos hace sospechar continuamente que Andrew ve en el terrible Terrence Fletcher más a un Golem a abatir no para revelarse y mejorarse a sí mismo como artista superior, sino como el último eslabón en esta lucha a pequeña escala contra el sistema (adultos con el poder, jóvenes con el talento) que deberá derrocar bajo sus reglas para dar la estocada final a aquellos que entorpecen su merecidísima gloria. Andrew es consciente de su talento, y no respeta, lo más tolera por un tiempo, un orden perverso dominado por quien sólo es, en el fondo, una persona con oído.

Y esa rebeldía, tal vez más que la extenuación física a la que se somete el chico, con sus llagas en las manos, sus sudores adrenalínicos y el abstraerse de cualquier cosa parecida a una vida más allá del trabajo (¡ese breve plano en el que le vemos trabajar de camarero!) es lo que se nos antoja más valiente, más original. Andrew es alguien que acepta el esquema de las cosas, pero también un rebelde punk que se labra su propio destino. Andrew en su faceta como terrorista. Como alma atormentada por esa falta de trascendencia que los tiempos del ego y del entronizado valor simbólico nos han metido, pero también otro más de esos Aquiles de la historia, de esos personajes excesivos que llevan saliendo en los libros de historia desde el origen de la imprenta. Los semidioses se transmutan en el fuego de su legado para obsequiarnos a los mortales con el omnipotente placer de la épica. Por suerte para nosotros, la trama es lo suficientemente escurridiza y, con cada nuevo giro, suficientemente imprevisible, nos permite no dar nada de lo que va a ocurrir por sentado. Como en la vida misma, cuando has llegado al tope (o casi) de gama, al igual que el resto de tus competidores, el cómo se vayan a desarrollar los acontecimientos deja de servir a tu preparación y recae en los misteriosos engranajes del azar, y si a eso le sumamos que todas las escenas, todo el desarrollo de los elementos dentro de los actos del filme, estén rodadas de manera que puedan verse como piezas únicas y memorables por sí mismas (para mi una de las principales características de las películas que trascienden tanto en nuestra memoria como en la historia del cine) hace que podamos decirlo con todas las letras: Whiplash es un nuevo hito sobre la épica. Y que vivan los brazos en llamas.

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