(Yves) Saint Laurent: manifestaciones sobre una biografía

julio 8, 2014

La paradoja de Teseo expone la fórmula siguiente: cuando a un objeto se le reemplazan todas sus partes, éste sigue siendo el mismo. La paradoja, que pone el foco en el concepto mismo de singularidad, viene al caso para hablar de los dos biopics que han aparecido simultáneamente este año sobre la figura de Yves Saint Laurent. Es por eso que tampoco ahí termina la ironía. La frontera entre la creación y la copia es más débil de lo que se piensa, y si hay un universo en el que esto ha quedado claro, seguido muy de cerca por el de la música, es en el de la moda. Con uno de los proyectos acreditado por la firma (el titulado Yves Saint Laurent) y el otro, sin autorización, amenazado con posibles demandas por parte de Pierre Bergé “si el trabajo del diseñador no se retrata con la suficiente precisión” nos encontramos con que, curiosamente, todos los personajes, las escenas, los fragmentos biográficos, los escenarios y los métodos de disposición de objetos y asuntos en la vida de Saint Laurent son los mismos. Se da el caso de que las piezas, los axiomas vitales de la vida del modisto que cada uno de los filmes decide incluir en su obra tienen mucho en común, hasta ser demasiado y dar la impresión en ciertos momentos de contener citas duplicadas, escenas de disposición técnica miméticas dentro de una biografía contada con toda la exactitud que permiten contrastar las múltiples fuentes a las que acudir en el caso de una figura de semejante renombre. No podemos dejar de asombrarnos, pues, con el hecho de que dos productos configurados mediante la sucesión de tantísimos elementos comunes pueda engendrar, al final y gracias a gestos mínimos, dos piezas tan distintas.

En Yves Saint Laurent vemos a un jovencísimo Laurent de 21 años, abriéndose sentimentalmente en una pequeña conversación a su familia, en su acomodado hogar en Argel rodeado de visitas amables. Se nos expone el fuerte vínculo con su madre para explicar los orígenes de donde le vinieron la pasión por el diseño de ropa femenina y el refinamiento como pretensión vital. En Saint Laurent le vemos, sin embargo, completamente solo, en el suelo y desde nuestra vista cenital, con un cuerpo en posición fetal, completamente devastado por el hambre autoinfligido y en lo que podríamos suponer que es algún momento de combate de aquellas tres semanas en las que el modisto estuvo en la guerra de independencia de Argelia de 1960, en la que tuvo que enrolarse de la parte del bando del ejército francés, justo antes de acabar ingresado en un psiquiátrico en el que le aplicaron terapias agresivas como el electroshocks. Hay un salto de cuatro años para arrancar la biografía y también una intencionada manera de enmarcar a su figura, bien como una pieza más del engranaje de la historia, una criatura fruto del contexto en el que fue educado, o bien como esa alma solitaria que le fue concedida como por la gracia de dios a las masas, incapaces de concebir su visión, para recoger la genialidad de su legado.

El acercamiento al sujeto de análisis, como vemos, puede variar la forma que tenemos de percibir su importancia. El discurso del biopic tradicional consigue exponer con claridad los hitos relevantes en la vida del creador y fijarlos en nuestra memoria. Sabemos que Yves comenzó como el modisto más joven de la alta costura francesa, que cuando lanzó la colección de la Ligne Trapéze se convirtió en un éxito instantáneo, que se desmarcó del resto de competidores creando eso que se ha dado en llamar pret-a-porter. Por el contrario la obra antagonista habla del legado ideal. De aprehender que, en parte, gracias a Saint Laurent y con Warhol como máximo exponente de esta corriente (y también amigo del francés en la vida real), el arte ha cambiado de función: la de aportar al hombre la estética de la distracción. Que la relación que establecemos con cualquier obra de arte moderna reconocible como tal en la sociedad masificada puede ser la misma que adquiramos, con sus connotaciones espirituales mantenidas intactas, con esas prendas firmadas que adquirimos para apoyar públicamente el discurso político (sí) que pretendemos defender ante los demás. La diferencia se vuelve a encarnar varias veces en las escenas duplicadas, como cuando vemos la presentación pública de Bergé y Laurent de la justificación de por qué YSL se lanzó a la comercialización de su ropa accesible ahora para cualquiera. Vemos, en una, el testimonio contado a la prensa, y vemos en la otra a Laurent acicalar a una de sus clientas, una mujer que se nos proyecta sin estilo ninguno pero que gracias al talento del modisto, con dos gestos y un par de consejos, es capaz de venderle a esa pobre alma perdida el amor propio que tanto necesita. Nuevamente cuando vemos la irrupción en escena de la despampanante Betty Catroux, bailando en una fiesta selecta para sí misma y para los demás en una noche de la París de 1961, como reflejan las memorias que ocurrió cuando las dos celebridades se conocieron por primera vez, donde el genio reconoció el destello que la ninfa emanaba, se puede trasmitir contando literalmente lo que pasó o, por el contrario, puedes hacer una escena en slow motion captando la esencia de ese personaje, para percibir tú mismo el deslumbramiento que provocó en el creador para convertirla en su musa.

Es decir: ambas piezas, con movimientos mínimos, mutan sus imágenes virando al servicio de esta discordancia de pretensiones (casi parece intencionado) entre quien persigue la intención notarial y quien busca el análisis en clave subjetiva, entre la sustantividad y el concepto. Esto se mantendrá constante en el transcurso de las dos películas y se extenderá para ejecutarlo con presteza a todos los elementos cinematográficos de cada uno de los filmes. Bertrand Bonello nos da la estética, la huida hacia el gesto, el refinamiento y la sensualidad para todos los sentidos en pos de la nada más absoluta (“la moda es una mentira en la que todo el mundo quiere creer”) gracias a un casting preciso (Léa Seydoux, Brady Corbet, Louis Garrel, Jasmine Trinca y otros franceses apolíneos), una banda sonora coetánea del diseñador, una dirección de arte visualmente perfecta y un guión técnico elegante y llamativo. A Jalil Lespert le interesa más la banda sonora sensiblera, la artesanía, el acopio datístico y el conservadurismo formal. La singularidad de ambas se mantiene, pero como tantas otras cosas, el gusto del receptor hará variar enormemente la percepción de calidad de cada una de estas obras firmadas. Y como no creo que quepa ninguna duda sobre la elección particular de la que escribe estas lineas, dejo aquí la maravillosa selección musical de la película de Bonello para que podáis ir despertando el apetito ante lo nuevo que está por llegar al cine del director de L’Apollonide:

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