Cannes 2015. Día 9: relato femenino

mayo 24, 2015

La forma fácil de quitarse de encima el análisis de Mustang es decir que es la versión turca de Las Vírgenes Suicidas, pero aunque comparten tema, hacer esta equiparación sería limitar la película a la sororidad entre cinco hermanas injustamente enclaustradas y a una cierta nostalgia por la juventud. Son las cinco hermanas de Mustang las niñas una organización en expansión, un conjunto cuyos miembros viven en simbiosis y transgreden y se protegen y experimentan en una unión que va más allá del vínculo cosanguíneo y se manifiesta en la imagen con el simple pero efectivo truco de unir los morenos mechones de los cabellos de las muchachas como en una telaraña de calma. Detalles así se nos filtran desde un arranque que, de hecho, descoloca con el infierno moral que veremos a continuación: mientras que las chicas al principio juegan saludablemente como nos parecería normal en chicas de su edad, la barrera cultural rápidamente nos hace ver que se estaban pasando mucho de la raya, hasta tal punto de forzar a su abuela, para no acabar siendo la vergüenza del pueblo, a sacarlas de la escuela y meterlas a esa “escuela de esposas” donde aprenden a cocinar, a vestir de largo y en definitiva a domar sus salvajes crines de caballo. A anularse por completo.

Esta película en la que todo está al servicio de crear un circo emocional de varias pistas (con una estructura, impacto y belleza estética muy notable) es el diálogo de Deniz Gamze Ergüven con una cultura de la que no tenemos del todo claro haya sido totalmente partícipe (ella cuenta que son historias que o bien le han sucedido personalmente o ha oído contar en el pueblo en el que nació, Ankara, del que se trasladaría a Estambul rápidamente para después asentarse en París). Producción francoturca que engatusará al público occidental por la manera profundamente arcaica con que aparece Turquía, emplea recursos conocidos y un guion que parece tomar en todo momento el camino más cómodo y aparente, con lo que su repudia del sistema patriarcal del mundo que dibuja debería ser tomado con precaución, más para espectadores (como yo) que no conozcan nada o casi nada de las raíces históricas y realidad rural del lugar que retrata. Pero si el espectador es capaz de dejar esta muy importante cuestión de lado, encontrará un díptico retorcido y exagerado que en realidad refleja con precisión y simplicidad la mirada libre e inocente de la infancia (en una primera mitad que es salvajismo, gozo y comedia) y después un terror que pivota sobre la opresión y el profundo asco que las mujeres le tenemos a esos hombres, que no porque puedan estar aquí descontextualizados son criaturas ajenas a nuestro mundo.

Donde Mustang nos producía un rapto emocional Songs My Brothers Taught Me se queda corto y en una lastimera tierra de nadie. Sin entrar en el debate de cuáles pudieron ser las pretensiones autorales de Chloé Zhao al filmar esta docuficción de airosidad social, sí que se percibe por el espectador una falta de orientación que, pese a que puede ser interpretado como un cine errante (como esos vientos que parecen afligirles a los residentes de la comunidad de la reserva india de Pine Ridge) también puede serlo como un descalabro a la hora de realizar con el material recopilado algo que funcione en pantalla. La desdramatización de las interpretaciones, la espiritualidad a lo Malick y el feísmo con que su cámara filma el espacio en el que vive la tribu de Lakota lastran más que benefician para esa buscada comprensión global por parte de los espectadores de la mirada de su opaca protagonista, una niña de 13 años huérfana de padres y a la que también le amenaza ahora una partida por parte de su hermano mayor.

Al menos la vertiente antropológica de la película logra ciertos momentos de interés, como las historias sobre ese legendario cowboy padre de más de 25 niños de la reserva de diferentes madres y que une las vidas de varios jóvenes que se han dado al alcohol y las drogas para ocupar sus monótonas vidas. También las singulares relaciones emocionales que se producen entre diferentes personajes (el hermano y la mujer mayor, la protagonista y el chachullero que vende artículos que mezclan identidad cultural india con hitos pop), así como esa aula en mitad de una jornada habitual en la que los chiquillos juegan con extraños animales mientras verbalizan su limitada forma de construir su presente y futuro (serán montadores de toros, serán alcohólicos, serán costumbre, tal y como lo fueron antes sus padres). Pero de nuevo, su interés no pasa por ser más que un reportaje veraz de la vida de una comunidad que, al menos por cómo lo ha retratado Zhao, no tiene nada que lo haga especialmente hermoso.

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