diciembre 4, 2014
Como muchos ya sabéis, mi presencia en el Festival de Gijón en su pasada 52ª edición, el primer año al que asisto, ha sido un poco particular. Gracias a Víctor Paz, a Martín Cuesta, al propio Festival y también a la ciudad, cinco críticos hemos sido seleccionados para poder programar una película escogida por cada uno de nosotros que se proyectaría en la recién nacida sección Convergencias. Una de sus más de quince secciones pero de las que más han atraído al público dados los datos de asistencia, de las más interesantes ya que entre las condiciones estaba el que las obras fuesen vírgenes en cualquier sala o festival de España (y, sinceramente, creo que algunas serán difíciles de recuperar por el público nacional) y, todo hay que decirlo, cuya calidad no tiene nada que envidiarle a otras de mayor peso mediático. Respire, la película que elegí, de la que también os hablé aquí y de la que comprenderéis estoy algo cansada de hablar, ha contado con la única proyección de todo el festival salvando Calvary en la gala de apertura que yo viese llena hasta los topes. De hecho, dos compañeros tuvieron que esperar hasta el último momento para ver si los dos asientos que quedaban reservados para el jurado quedaban finalmente ocupados por gente que hubiera con entradas. Y a la de las salas concurridas la alegría se nos contagió también a todos al ver buenas críticas en webs, blogs y tweets de las películas que presentábamos, unas gustando más que otras, aunque sin grandes fiascos (¿Links de Respire? Yo te los doy: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y ya valió). Pero en realidad no era tan difícil.
Al inicio de una de las charlas de la sección nos preguntaron si programar películas era una tarea difícil, y no tardé ni dos segundos en decir me parecía algo maravilloso, pero uno de mis compañeros dijo que para él esto era un marrón, porque seleccionar significa rechazar, que es difícil decidirse por qué película quieres que vea el público. Porque programar es juzgar y posicionarse. Y he aquí el tema, al menos para mí, del festival, que a mismo modo de mirada circular que simboliza el icónico ojo del certamen nos ha imbuido en una de esas espirales de dudas y ansiedades en las que cada dos por tres se adentra en cerebro de la crítica, cual virus, ya que es evidente que ni las respuestas a estos temas serán nunca unívocas ni tampoco dependen realmente de nosotros. Me refiero a la delimitación de un criterio justo y universal, a la función de la crítica, a las luchas o sometimientos contra las industrias culturales, el papel de educador versus el adoctrinamiento con respecto al público. También, a si el crítico sabe o no lo que le gusta al público. Estos son nuestros temas como también los tendrán en otras profesiones y entornos. Pensamientos cíclicos que, por difícil que se haga a veces, el suprimirlos se convierte en la mejor solución, y quedarse con que tú también eres público. ¿Saben los críticos lo que le gusta al público? Yo sólo sé que creía que Respire tendría oportunidades para gustar a mucha gente y lo logró, sé que con Appropiate Behavior los espectadores se reían en la sala, que en la rueda de preguntas a la directora de Atlántida hubo al menos un tipo entusiasmado con lo que acababa de ver, y que Manuscripts Don’t Burn, aunque no necesitaba ninguna confirmación de su importancia, la ha recogido en los comentarios allá donde mires por todo Internet. A veces no has perdido el criterio y es sólo que todas las películas que estás viendo no tienen nada de refrescante. Y esa gran película llegará, es sólo cuestión de tiempo. ¿Programar es un marrón? Pecaré de inocente, sin duda, pero si otros no quieren que me lo dejen a mí.
Y no quiero terminar sin mencionar que estos días ha sido bonito toparse con los orígenes de mi formación cultural cinéfila, con aquellos primeros acercamientos al análisis fílmico. Me refiero por una parte a los libros bajo el sello del festival, libros como Tabú: la sombra de lo innombrable y lo prohibido, Pantallas Depredadoras, El dolor: los nervios culturales del sufrimiento, Poéticas del cine, aquel sobre Aleksei Balabanov o el de Tsai Ming-liang… Así que, aunque sea en segunda instancia, es probable que sin este festival mi mirada no fuese hoy en día la misma. Y a estos libros añadirles el haber podido conocer a algunos redactores de A Cuarta Parede, una de las primeras webs que me impactó y empezó también a abrirme los ojos sobre este modo de ver el cine, normal dadas sus importantísimas aportaciones, por otra parte. Y en cuanto a cómo lo hemos pasado… bueno, digamos que ya estoy más que preparada para la temporada de Navidad.
Así que no puedo quejarme. Muchas gracias al festival, y terminados los preliminares allá va la selección de lo que más nos ha interesado de este Gijón 2014:
Metamorphoses, traslación a los tiempos modernos del poema de Ovidio, acaba cayendo en el convencionalismo al abordar los mitos de una manera textual, sobreexplicada hasta el hastío, y donde el espíritu del poeta ni está ni se le espera. Pero tal vez esta percepción es limitada al contemplar este teatro de dioses y hombres, que siempre se nos olvida tuvo tanto que ver con la capacidad de fascinar de lo sobrenatural como del significante cultural que transportan, también, las fábulas, siempre tan ridículas cuando se observan desde un punto de vista literal. Pero ahí están, adolescentes de hoy que son dioses antiguos, merodeadores de las afueras de París que saben trasmitir la carnalidad de la vida, y todo mientras el objetivo de Christophe Honoré se recrea en la expresividad de sus actores (algunos no profesionales, otros traídos de los escenarios, en todos los casos convincentes) para quedarse en un nivel narrativo, pura sucesión de sketches, puro catálogo de los mitos latinos, de lo que podría ser una función de fin de curso prototípica de un grupo de teatro amateur… si no fuera por la magnificencia de su cámara, esta sí inspirada, sustentada en el poder de sus bucólicos escenarios y de un nivel de producción relativamente alto, verdadera fortaleza del filme. En la memoria se quedarán escenas como la de dos jóvenes Atalanta e Hipómenes corriendo extasiados en plena gestación de su amor por la campiña francesa bajo la crítica mirada de Venus; o la de una Europa a la que salpica de agua y semen un Júpiter que no se olvida. En definitiva, un goce didáctico y una pulsión escópica más sustentada en la puesta en escena y unas lentes bien calibradas que en ese pretendido diálogo sobre las mutaciones de los cuerpos, sin éxito, y que se apunta en ese referente marcado desde el principio. Anotar, por último, que quien sabe nos ha hecho notar que hay más referencias pictóricas y literarias en sus frames de las que nosotros hemos podido anotar, aunque esto tampoco cambiaría nuestra valoración general sobre el filme, ya que si como espectadores castrados no nos ha llegado esta transformación del lenguaje mitológico… la obra no logra su objetivo por sí misma. Y entonces hablamos de otra cosa.
Un sentimiento similar nos embarga al adentrarnos en este filme dirigido por Peter Krüger y guionizado por el novelista Ben Okri, que también queda superado por la magnitud del tema (la problemática del desciframiento) mientras sus bellas composiciones consiguen mantenernos distraídos y entretenidos durante la proyección. Porque sí, queda clara la idea, que la eficacia del lenguaje escrito, ya asumida por el mundo occidental, se topa de bruces con aquello que está por definir, que limita y mutila las realidades ajenas que puede que nunca necesitasen de nadie que les rescatara. Pero la adoración que sus protagonistas parecen sentir por la figura del presuntuoso enciclopedista Raymond Borremans, fetichizada de igual manera que lo está el corpus visual africano (dulcificado y unificado por la mirada occidental del continente producidas por instancias tipo National Geographic) queda como un problema de segundo grado gracias a la verdad: que ellos le estimaban por motivos sinceros al igual que lo hace la cámara de Krüger, que adora cada segundo de lo que está filmando, dejándonos potentísimas imágenes bien articuladas aunque algo peor conectadas, y que pese a esa constante lucha entre nuestras literaturas enfrentadas traen tras de sí algo de razón, algo de calma para cada una de las partes. Hay rituales y fantasmas, discotecas modernas y mercadillos infinitos. Una Costa de Marfil casi metafísica que acariciamos en su superficie, demasiado compleja como para entenderla tal y como puede observarse en la imagen que encabeza este texto, y leitmovil visual que nos acompañará durante este documental experimental que nos puede recordar al estilo de Chris Maker. Pero al final, donde triunfa la burocracia o la computación de su realidad poscolonialista que nos lleva de vuelta a las premisas de la Ilustración (para bien y para mal) también lo hace la poesía, la oralidad y un cine que, aunque tal vez no lo consiga, sí se ha preocupado sinceramente de divisarlo, que no conquistarlo.
Fuego es un maravilloso accidente, y un resultado final que aunque involuntario por la mano de Luis Marías se me antoja ahora necesario. Una suerte de catálogo de deseos ocultos y ansiedades de una generación española marcada por ETA como fuente última de la maldad más absoluta y de una respuesta ante la frustración que les causa la castración de sus privilegios, cada día más limitados en una sociedad que promueve una igualdad que les sabe a sumisión (no por nada el protagonista se encuentra en el reparto principal junto a un chico con síndrome de Down, la mujer de un preso de ETA, una hija minusválida y un joven inmigrante). Y en la más infame dirección de actores a este lado de los estrenos del año se aparece el espíritu de Ed Wood para recordarnos que una obra no es lo que tú pretendías hacer, sino lo que finalmente logras al final de la posproducción. Y si el argumento es increíble, llega el clímax delirante con una escena de José Coronado, quien en algunas entrevistas ha comentado ve en su personaje una suerte de “doctor Jekyll y mister Hyde moderno”, y que bien podría valerle un premio Goya en reconocimiento a toda su carrera. Y hablo muy en serio, pues este despropósito cinematográfico al cual el calificativo de artificioso le viene como anillo al dedo logra al tiempo ser un thriller de venganza para los que se encuentren en esas coordenadas emocionales citadas al principio y también una comedia negrísima para los que hayan crecido disfrutado del humor made in La Hora Chanante… y el perfecto visionado posmoderno que tras Médico de Familia había dejado un hueco en sus corazones (el polaco andaluz, tremendo descubrimiento). Hay slapstick visual, hay lugares comunes del género, un intento de ruptura de los tabúes y, seguro, una catárquica exorcización de los demonios del horror, sean estos los que prefiera cada uno de sus posibles espectadores. Historias de superación. Café para todos. Fire walk with me.
Hay personas que al ponerse una caracola en el oído escuchan el vaivén del mar. Otros, la ilusión acústica provocada por la circulación de la sangre. Y formar parte de uno u otro colectivo no tiene tanto que ver con el ser o no un niño, sino con saber construirse un refugio en el mundo de los sueños, el mundo de la fantasía, libre de injerencias adultas. Y para ellos es Song of the Sea.
El preludio de Song of the Sea es mi lugar fílmico favorito de todo 2014. Y aunque a la película se le puedan encontrar peros, que los tiene, es difícil no reconocer la importancia en términos generales y, sobre todo, dentro del cine de animación en particular, de esta obra de Tomm Moore. El storytelling: tradicional, formuláico del cine infantil de búsqueda, trauma, duelo y capacidad de conexión de lo literal con lo fantástico, de lo ancestral con lo mundano (imposible no acordarse de En Busca del Valle Encantado). Este homenaje apenas velado a los estudios Ghibli fabrica durante la proyección un tapiz en nuestras mentes con hermosos retazos de leyendas irlandesas (la historia de las selkies, probablemente las focas más monas del universo) que se materializan en esta animación tradicional y de trazo acuarelado que además de crear fondos sugerentes dan vida a unos personajes cartoonizados hechos para conquistar Tumblr. ¿Más allá de eso? Momentos de ostentación del poderío del dibujo frente a las limitaciones de la cinematografía de imagen real, con secuencias inconcebibles para ésta y que para el espectador se convierten en un disfrute mágico y perfectamente dispuesto para magnificar los estímulos visuales y emocionales que nos suscita la obra bajo la tutela de alguien a quién, si no consideramos ya entre los grandes de la animación, no será por otra cosa que por recelo ante una filmografía aún tan corta (por cierto, los que han visto El secreto del libro de Kells dicen que aquí se supera con creces). Y por cierto, la banda de sonido de la película es lo que podríamos pensar como caso perfecto para vender equipos de Home Cinema. Eso, y también como señuelo para emocionarnos sin remedio, pero no desvelaremos cómo lo hace, producido por lo que cuenta, porque esa experiencia bien merece nuestro silencio.
Blind Dates, con un ejercicio de estilo que es imposible no asociar al de Kaurismaki mezclado con ciertos elementos coenianos, nos dio la dosis de comedia atípica y procedimental orgánico que necesitábamos. Que nos llega como extraña joya que recomendar y cuya buena parte de originalidad le viene dada al utilizar como motor cómico la contención de un loser que ha madurado como tal a lo largo de lo que parecen años y años de entrenamiento en el arte del estoicismo, y que contra otras interpretaciones que han hecho compañeros alrededor de la figura protagonista a mí no me parece tanto un pagafantas al uso (¿es un pagafantas el Ryan Gosling de Drive?) como un peculiar flaneur del escenario feísta (la fotografía del filme nos muestra el contraste que para el director se crea entre la vida interior de las gentes georgianas y el gris inerte del paisaje exterior) y carente de toda esperanza. Un paseante indolente de ruinas físicas y malogrados asideros de rectitud moral que antes que lamentarse o aceptar su condición prefiere dejarse llevar para vivir aventuras tan peculiares como las que le suceden, sin juzgar en ningún momento las locas conductas de los personajes a su alrededor y, todo hay que decirlo, sin parecer del todo consciente de los marrones a los que se expone. Una filosofía de vida, en el fondo, que lo que consigue es iluminar la realidad balcánica de una generación perdida, y que se nos revela como una verdad proverbial gracias a esa agudeza de alejarse de la realidad de su objeto de estudio y evidenciar la problemática generando un enorme artefacto mediador. Si a esto le añadimos un acertadísimo uso del ritmo y del diseño de producción y una sucesión de conflictos completamente impredecibles, tenemos la carta de presentación de este segundo largo de Levan Koguashvili a quien no dudaremos en prestar más atención.
Podríamos caer en el error fatal de ver Hope como un filme que, por excesivo, no cumple su objetivo, pero el propósito de la obra lleva implícito el llevar hasta el final el género melodramático, hasta agotarlo, hasta dejarte sin una lágrima en un sistema que se sature de ese porno emocional al que le hemos expuesto durante dos horas, una violación y mutilación de una niña de 8 años, una recuperación de la misma, un juicio y un fortalecimiento de la relación padre-hija. Y basado en hechos reales. Corea, país cuyo cine se ha preocupado bastante en los últimos tiempos por este tema (ahí están Han Gong-ju o A Girl At My Door), donde de hecho los niños llevan más de una década portando dispositivos de alarma para posibles ataques fortuitos, siente una predilección por el tema de la venganza tras el abuso, que además les sirve de pretexto para una crítica social, pero el retrato de este problema por Joon-ik Lee se resuelve desde la madurez, con inteligencia y discernimiento, y asumiendo que es imposible resarcirse de la falta acometida y haciendo que sus protagonistas gasten las energías en sanar lo que, ahora sí, saben valorar como no lo habían hecho hasta entonces. Y de la pena florece la humanidad, la perspectiva de lo importante tanto para los padres de la niña como para el resto de miembros de la comunidad, que ponen en perspectiva las riñas en las que se veían inmersos y que volcándose en la pobre familia consiguen cohesionar y fortalece al barrio como lugar de apoyo colectivo frente a lo externo. Porque es una tragedia real, sincera, retratada con humanidad, con aciertos y errores; sin derroche ni sobriedad técnica, sólo funcionalidad; manipulando pero sin edulcorar; y con unas actuaciones y arcos de los personajes especialmente eficaces, sobre todo la de la madurísima niña protagonista. Si buscabas un drama trágico efectista pero armonioso, esta es tu película, pero no te olvides de llevar pañuelos.
The World of Kanako arranca con unas idílicas estampas navideñas de Japón. Campos nevados, iglesias, voces angelicales, un primer plano de una estatua de la virgen inmaculada… son algunas claves del filme, como también lo son esas primigenias dos réplicas enfrentadas, “te quiero” y “te mataré”, promulgadas por los dos personajes centrales del filme y motivos recurrentes que intercederán como mantra constante, como versos que justifican esta misa cristiana a punto de comenzar. Tocada con la tradicional sensibilidad que el director viene demostrando en anteriores trabajos, la nueva entrega de Tetsuya Nakashima cambia también de género para embarcarse por vez primera en el thriller explícito de venganza (quedando al mismo nivel de drive morrocotudo que el de los protagonistas de Promesa Sangrienta, La Venganza es Mía – aquí homenajeada- o Sympathy for Lady Vengeance), marcando distancias con aquellas pero acogiendo la lobregueced moral de Confessions y también la intensidad emocional de Memories of Matsuko. La cinta encuentra su mejor aliado metafórico en la espiral de decadencia en la que se vio inmersa Alicia, el mítico personaje del cuento de Lewis Carroll, pero ahora en un inframundo que es el Tokio contemporáneo y extraescolar, tan lleno de estímulos y exuberancia kawaii y que, como nos explica la cinta, se complementa formal y estilísticamente más de lo que pudiese parecer a primera vista con los años 70. Así el comic-motion del montaje se mezcla con el grano grindhouse y esa banda sonora spy excesivamente estereotipada; el detective antiheróico y atormentado con los adolescentes hipervitaminados y cartoonizados. Y la elegancia con el mal gusto, el exceso con la pureza visual, y la moralina con la inmoralidad de corte cristiana. Porque de esto va la película, de herencias culturales, del bien y el mal, y del disfrute visceral de todo viaje a la zona más oscura de nuestras almas y los lazos que lo unen con la realidad, con nosotros mismos. Sin cortapisas, incluso a veces en detrimento de la excelencia final del filme, que sin ser perfecto nunca deja de fascinar. Ah, y como se apunta al principio con esa cita a Jean Cocteau: no apto para los espíritus confusos.
En Convergencias hemos visto Concrete Clouds, del tailandés Lee Chatametikool y más conocido por ser editor de las películas de Apichatpong Weerasethakul y Anocha Suwichakornpong. La película logra trasmitir una identidad estética muy particular y un tono especialmente atractivo, con lo que al menos a mí me parece también son ciertos aciertos estilísticos que consiguen que sobresalga el resultado final de otras cintas de similar temática, las que buscan desnudar la desolación emocional en la que se veía sumergida la población tailandesa tras el crack asiático del 97. En Concrete Clouds choca la vida de unos personajes inmersos en la invasión cultural con esa realidad fetichizada y manipulada que se retransmitía en la programación de falsas tertulias y culebrones en sus televisores (guiñol suministrado por los bancos, mano negra y escondida) y que se introducen en la arquitectura del filme para potenciar la desolación que embauca a sus protagonistas, cada cual con sus propias metas y su propio escenario (literalmente) pero que en cualquiera de sus casos busca constantemente volver a un pasado que nunca existió, a un paisaje que nunca les perteneció, a una identidad en fuga como también lo están los fantasmas de todo recuerdo. Esta poética de los esqueletos, sin embargo, queda algo ensombrecida por esa ausencia de una conexión entre sus bellísimas imágenes y una posibilidad de empatizar con las mismas para el espectador. Tal vez ese ensimismamiento en lo plástico haya distraído al director de robustecer la historia y aportarle el ritmo adecuado. Pero la obra brilla como pieza genuina, que tiene dulces matices a descubrir, como el estar enteramente rodada en plantas de edificios a varios niveles por encima del suelo, y que garantiza nuestra atención para sus futuros proyectos, como el que está trabajando ya valiéndose del género de la ciencia ficción retro para exponer las políticas tailandesas de los años 70 como telón de fondo.
En Manuscripts Don’t Burn no hay metáforas ni dobles sentidos de ningún tipo, sólo protesta. Tanto es así que si la historia está, como así es, basada en la Cadena de Asesinatos de Irán en los 90 a manos del brazo ejecutor de la opresión de la dictadura contra sus intelectuales, vemos esto también en una realización que formalmente no se permite más que un par de licencias estilísticas cuando el estilo del director suele estar más tocado por ellas. Esto es más que una película. Con una reivindicación política hemos topado.
Porque de tortura y censura sabe y mucho Mohammad Rasoulof, quien fue condenado en 2010 a seis años de cárcel (finalmente sólo cumplió uno) por crímenes contra la seguridad nacional y propaganda contra el régimen islámico y también a 20 años de prohibición para volver a hacer cine. Y por eso es un lujo no sólo el que su director se haya atrevido a realizar clandestinamente Manuscripts Don’t Burn, sino el poder proyectarla y dejar que esas decenas de trabajadores de la película que han elegido mantenerse en el anonimato como vemos en los créditos le muestren al mundo unos horrores que son reales. Curioso es, cuanto menos, que en España no haya sido exhibida hasta esta proyección de la sección de Convergencias y que a pesar de ello sigue siendo incierto un posible estreno en salas, por pequeñas que sean (recordemos que Rasoulof es un cineasta consolidado, de los más importantes de la cinematografía iraní, que suele ser programado en Cannes y que cuenta con otras cuatro películas a sus espaldas). Crudeza y autenticidad como constantes en esta propuesta que como es lógico se convierte en una experiencia áspera y dura para el espectador. Y entre su atmósfera opresiva, las maquinaciones del espionaje y momentos de tortura, la película deja ver un pequeño teatro de personajes simbólicos de esta realidad iraní con unos moribundos, carcomidos por la psicosis, intelectuales que contrastan con el aspecto vigoroso y cuidado, incluso atractivo, del ex-poeta reconvertido a jefe de los torturadores, y también con la miserable irremediabilidad de los que son presos los pobres soldados verdugos. Como thriller, uno fatigoso, y como drama social algo flojo, pero porque el peso de la ficción se encuentra en la evisceración del mecanismo del aparato opresor del estado, que disfruta tanto de esta persecución como, se intuye, los perseguidos de ser unos mártires ante unas nuevas generaciones que, nos dicen, ya no están interesadas en la política. “Los chicos de hoy aspiran a cambiar el mundo, sólo quieren ser Steve Jobs”. Cine reivindicativo, habíamos dicho.
Disclaimer: debido a problemas de salud (básicamente que casi me desmayo allí en los asientos de la sala) tuve que salirme unos quince minutos antes de que terminase la cinta. Pero aún así, y después de que me hayan contado por dónde van los tiros en el desenlace, es para mi de lo más impactante y de mayor calidad de lo presentado al festival, y por eso incluyo esta crítica que, aunque limitada, creo refleja con suficiente veracidad las ideas del filme.
En los suburbios de una pequeña ciudad norteamericana los adolescentes están pegándose una maldición de trasmisión sexual, una que jugará con el punto de vista de sus protagonistas y también muy hábilmente (para mi lo mejor de la película) con la profundidad de campo de la imagen que se nos presenta. Esta maldición ha llegado para interrumpir su inocencia, para forzarles a cuestionarse sus ideas preconcebidas sobre el sexo como lugar de recreo en sus vidas y también para descubrir en la camaradería la mejor de las asociaciones que se dan entre los grupos humanos. Tiene algo de The Ring, también mucho que deberle a La Noche de Halloween de Carpenter y un encantador mensaje que mezcla la paranoia puritana sobre el sexo con un discurso sobre las dinámicas que se establecen entre los estereotipados roles del mundo del cortejo. No pretende trascender, juega sus bazas (como sus creativas fórmulas que mezclan la dimensión temporal, espacial y de ritmo cinematográfico) con encomiable honestidad para lo habilidosa que es, y tal vez por eso se hace tan satisfactoria. En fin, un grandísimo ejercicio de terror convencional por parte de David Robert Mitchel (su segunda película, tras The Myth of the American Sleepover y un prometedor corto titulado Virgin), con sus tics irritantes y homenajes a lo clásico, que provocó que hasta los espectadores que estaban a mi lado no pudiesen dejar escapar algunas risas nerviosas para liberar un poco de esa tensión en la que siempre te mantiene. Recordad: el paneo es fuente de vida. Y por favor, ¿ese ebook-concha dónde se puede comprar? Es importante.
Lo reconozco: esta era mi película del festival. Mi director favorito y mi tema predilecto. Porque de quien ya había disfrutado de una visión catastrofista en medio de ese no-lugar que es el panorama laboral actual que es Up in the Air, de quien había gozado de un retrato cínico sobre el concepto de vida exitosa y ésto como escala de valores adquirida desde el mismo instituto y que no seremos capaces de superar jamás en Young Adult… Viene ahora con un discurso en apariencia populista sobre el fatalismo de esta vida hiperconectada. De sentimentalidad 2.0 y alarma parental en redes sociales. Pero no defrauda, arrancando ya con la corrosión a 200 km por hora citando Ese Pequeño Punto Azul de Carl Sagan. Bueno, citando más que esta idea, el símbolo en segunda instancia que es el mismísimo video hecho por algún aficionado, colgado en Youtube, difundido como un virus en Facebook y revelación filosófica para adolescentes vulnerables que creen haber encontrado La Verdad, todo ello como cruel metáfora de la incapacidad humana de ser imprevisibles, únicos, algo más que masa. Amo de la segunda naturaleza, producto derivado él en sí mismo del solondzianismo, el nuevo filme de Reitman es misántropo, enfurecido, menos sutil de lo que podría exigírsele al autor, pero todo un statement sobre los nuevos escenarios en los que encontramos intercambios de capital emocional y sexual tal y como él lo ve y, en parte, bastante acertado a como puede encontrarse en realidad. Sus personajes son estereotipados, pero posibles. Y me los creo.
Me los creo en parte, porque he visto y vivido lo que retratan, pero también porque ha sabido conectar su ficción con fenómenos reales y que en sí mismos han revelado esa naturaleza limitada de las conductas de la sociedad. “Ashley Madison: la vida es corta, ten una aventura” es el anuncio de la web de relaciones exclusivamente adúlteras que observan los personajes de Rosemarie DeWitt y un Adam Sandler crepuscular, y también un caso de una web real pertrechada por Noel Biderman que apareció en las televisiones estadounidenses en 2009 y que causó un fuerte impacto en su sociedad, que se volcó a lincharle pero que en un imprevisible twist transformó aquel mensaje pro-infidelidad en una suerte de vanaglorización de la vida en pareja, normópata y bienpensante, haciendo ver que no había mejor compañero que aquel que también estaba inmerso en una relación matrimonial, que no había mayor seguridad que el amor muerto y serio con un recubrimiento de lástima al observar la azarosa vida de los solteros treintañeros que pueden pasarse horas en Meetic siendo engañados por un grupo de chavales de Connecticut. El matrimonio como seguridad, el matrimonio como valor al alza. Este es sólo un ejemplo de las mentiras románticas y verdades mediáticas de las que habla el filme, pero volviendo a Hombres, mujeres y Niños, lo peor: la falta de personalidad del producto desde un punto de vista cinematográfico, que no de guión. También, saber que aunque sus historias sean creíbles siguen siendo más cercanas y ricas las no-ficciones de los reality shows de hoy en día. ¿Y lo mejor? Que por fin tenemos un referente sobre cine centrado específicamente en el tema de las Redes Sociales que no de asco, y también lo momentos de profunda honestidad entre personajes cuando consiguen verbalizar sus jaulas. Y McLuhan, Baudrillard o Adrian Tomine estarían orgullosos con el resultado.
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