marzo 7, 2015
Vuelve a tocar semana de House of Cards. Volvemos a toparnos con unos días asediados por la codiciosa serie bastarda de la original británica de los 90 en la que David Fincher mete aquí la estética y la firma como productor ejecutivo y Beau Willimon (guionista de Idus de Marzo) todo lo demás. Volvemos, para constatar, de nuevo, que si bien su modo de presentación sabe causar un impacto la expectación previa no merecía tanto interés. En parte, nos la han vuelto a jugar.
Ahí sigue todo. Desde la bomba lanzada en el último episodio de la temporada anterior donde, de pronto, desapareció la prensa como uno de los pilares de fuerzas antagonistas, vemos que los Underwood tienen ante sí unos conflictos distintos. Y es que, como todos los matones, esta pareja de ruines animales políticos se crece en los ataques, pero no es capaz de mantenerse en defensa. A Frank ya no le quedan escalones por los que ascender, sino que ahora depende de su capacidad de aguante en el podio frente a no ya las eventualidades propias de cualquier presidencia de los Estados Unidos, sino al problema de pagar las deudas de una política basada en la tiranía y de haber intentado proyectar su egolatría en los mismísimos preceptos básicos del alma estadounidense. Claire, por el contrario, tendrá que enfrentarse ante el odio a su marido y el desprecio a su pericia por parte de una Casa Blanca que se opondrá a su deseo: estabilizar la cuota de poder del dúo de cara a un futuro lejos del despacho Oval.
En esta temporada hemos visto cómo el villano protagonista crea su propio tríptico de la fe: mearle al padre, escupirle al hijo, quebrarle el alma al espíritu santo. Antes, a estos tres estamentos, el de Carolina del Sur les dedicaba el privilegio de la indiferencia, pero los delirios de grandeza de hoy no pueden sino forzarle a llevar a cabo esas blasfemias. Hasta las últimas consecuencias. Así, mientras por un lado aparece el Así Habló Zaratustra de Nietzsche encarnado en los Underwoods, representando la muerte de Dios y de la moralidad que pudo haber funcionado en tiempos pretéritos mucho más sencillos, también resurgen de nuevo ecos a El Ala Oeste de La Casa Blanca, espejo en el que el público observa su desarrollo para confirmar que los 2010 no son años de fantasías presidenciales, sino de la terrorífica pesadilla que todos tememos subyace en la política de nuestros días. Es decir, un aumento del registro simbólico que no tendría por qué ser malo (a pesar de que, por ser una fórmula algo quemada, tendrá más dificultades para convencer, cosa que no siempre consigue), pero que esta nueva temporada no se molesta en cuidar. Y para muestra, el mandala de arena, las estatuas de Theodore y Eleanor Roosevelt y, finalmente, el cambio de color de pelo de la Primera Dama.
En efecto, este castillo de naipes muestra todas las cartas de forma literal y no da pie a segundas interpretaciones, ni en sus símbolos ni en su postura ideológica. Lo han demostrado en numerosos momentos durante esta temporada, pero tal vez de forma más sangrante con el episodio en el que aparece Pussy Riot, en el que tras la diplomacia jugada entre Putin y Underwood quedan las activistas como unas palomas blancas de la revolución que por su candor e inocencia no saben cómo funciona realmente el mundo, gritando consignas al aire para no cambiar nada (¿dónde están cuando se necesitan las críticas a la misantropía como la que se hizo hace un tiempo sobre El Lobo de Wall Street?). Ese buenismo del que hace gala la serie cuando aparecen sus reivindicadores y gentes humildes (y que, todo hay que decirlo, son los únicos que parecen tener una salud mental apropiada) molesta, pero no tanto como la demagogia, la saturación de intensidad y el shock value con que dosifican sus episodios para no perder la atención del espectador, haciendo de la falta de profundización del procedimental política, de su escritura efectista y del reductio ad absurdum del maquiavelismo unas señas de identidad que lo acercan a la telenovela de altos valores de producción. No me creo, como expone el siguiente video, que haya ninguna causalidad en sus ultradefinidas formas, sólo casualidad. Lástima, ya que la asepsia de Washington va más allá de su fría fotografía como el fervor en una serie del golpe de tramas pasionales.
Hay en todo esto además una pieza que perturba: El America Works, ese descarado propósito de terminar con cualquier resquicio de Estado del Bienestar que pudiese quedar a golpe del peor populismo fascista (prometiendo 10 millones de puestos de trabajo aunque cueste dilapidar el sistema de pensiones, subsidios y muchas cosas más) es explicado en el primer episodio de la serie por un Underwood que dibuja en la pizarra un combinado de cifras que alientan a pensar en lo drenante de un sistema “garantista” (ejem, sí) para una democracia operativa. “Estamos destinando 44 centavos de cada dólar de impuestos a los programas tipo Medicare o Medicaid. Para 2030 habremos subido a 62 centavos de dólar”, espeta Frank a la cámara, aunque esto sea en realidad una completa falacia (el dinero destinado a Seguridad Social no puede acaparar por ley más del 24% del presupuesto federal, y así se ha mantenido siempre) y una muy interesante. En los créditos de este episodio aparece, entre otros, Jim Kessler como consultor. Este lobista de Wall Street es uno de los nuevos rostros de la política norteamericana, el co-fundador del grupo denominado Tercera Vía y cuyos miembros se publicitan a sí mismos como demócratas de centro. Pero como nos enseñó esa famosa cita de Churchill, las intenciones son completamente opuestas. Los del grupo, que se presentan a sí mismos como tecnócratas neutrales, se han dedicado constantemente a promocionar las consignas económicas del laissez faire, tergiversando constantemente la realidad financiera de la Seguridad Social, difamando el Medicare, apelando a gobiernos de fiscalidad conservadora y promoviendo acciones al estilo de La Teoría del Shock de Milton Friedman. Esta agenda que impone el nuevo presidente y el guión de la serie le ganará el rechazo del Congreso al completo dentro de la ficción, pero también logra la antipatía de un espectador que desde que Underwood es presidente, tal vez desde antes, siente que esa presunta veracidad política embellecida para la cámara ha dado paso a un tono cada vez más repugnante que shakespeariano. No parece casual que el papel de los periodistas se haya reducido a meros piojos incordiosos, reemplazados en su juego narrativo por la figura de un novelista con ademanes de gran literato (aunque, todo hay que decirlo, los extractos de las novelas mostrados en la serie den más pena que rabia).
¿Podrá recuperar House of Cards la magia perdida en esta temporada en las siguientes? ¿Continuaremos presenciando esa bajada a los infiernos en los arcos de personaje de los mismos para verlos convertidos en monigotes del todo? ¿Recuperaremos el suspense político que sentíamos ante las encuestas o irá a más esta tendencia a hacer que avance la trama dejando estas partes fuera de campo? ¿Erradicarán las innecesarias rupturas de Frank de la cuarta pared? ¿Harán, por fin, lo que deben con Claire Underwood y la cuestión de la transaccionalidad en las relaciones? Estas son las preguntas. Ahora sólo nos queda esperar un año de programación y meses de hype de distancia para conocer las respuestas.
Pd: La cosa estaba tan fuera de lugar que os juro que en el capítulo final esperaba dos muertes.
Etiquetas: Beau Willimon, Crítica, David Fincher, House of Cards, Nietzsche
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