Psicópatas en el paraíso

mayo 23, 2016

Isabelle Huppert (Michelle en la película pero, bah, a quién le importa) es una directiva en una compañía de videojuegos francesa (¿es Ubisoft? ¿Tal vez Dontnod?). No llevamos ni diez minutos de película y ya nos plantan la cinemática de una tentacular violación por parte de un monstruo a una doncella, que analizan los desarrolladores en el briefing. Huppert lo suelta así: “el sentido orgásmico de esta chica es demasiado tímido. Necesitamos más brutalidad”. Es la primera puya, la de la falsa agresividad con que se revisten las imágenes del ocio contemporáneo, dentro de una película que ataca a todos y a todo. Un Paul Verhoeven en estado puro que apetecía ver y que no ha defraudado en absoluto.

O al menos a nivel conceptual. Maestro de la violencia, le llaman algunos. Explorador de las ansiedades subcutáneas de la sociedad, otros. Verhoeven cuenta que nunca se ocupa del trabajo de escritura en un primer momento, que necesita dejárselo a guionistas profesionales para, después, hacer la historia suya tras la cámara. Y mucho del director de Starship Troopers o Instinto Básico hay en esta reflexiva pero irreverente adaptación fílmica de la novela de Philippe Djian, una colección de puntos de fuga narrativos que revolverá a los esencialistas de la corrección política (ese anticlimático final) y también, de paso, a sus conservadores contrarios (esa referencia envenenada a Simone de Beauvoir).

Porque en esta loca Elle, con esta descarada ejecutiva Huppert con la vejez ya oteando en el horizonte, el director ha logrado hacer una alegoría con su situación como director, y también una firme defensa de su forma de ver la vida, a saber: el mundo hace de los inteligentes unos psicópatas desconectados de lo real, y la única forma de afrontar el mundo es desde el eros y el tánatos. Desde el cine como arma social que te permite trasladar tu pulsión homicida a enérgicas ficciones, cosa que entenderían también así Roman Polanski o Brian de Palma. Ese séptimo arte que, a día de hoy, ha perdido todo rastro punk en sus genes, víctima del puritanismo de ciertas sensibilidades o, simplemente, por los nuevos gustos de los creadores (el director comenta que ya no le interesa Hollywood por esto mismo, por haberse olvidado de los gustos de la gente normal). Uno de los temas recurrentes de Elle es la simbología católica, para mofarse de ella, y no es en absoluto casualidad: el holandés ha orquestado su contrarréplica religiosa al decálogo cristiano. Frente a crucifijos, tijeras y hachas. Contra la iconografía de la Natividad, asesinos múltiples en el pasado familiar.

Es mejor no saber muchos detalles de esta (en apariencia) historia de un rape and revenge en el que Michelle irá reuniendo pistas sobre quién ha sido su agresor para darle su merecido por todo lo alto. Basta con saber que los chistes malos, el cargado cinismo de esta divertidísima dama negra, mantendrán nuestros ojos bien abiertos durante toda la función (“importa la estructura y la forma de enseñar los detalles. Elle es un híbrido, como yo”, cuenta el director). Eso y que, como hábil trabajo sobre la ansiedad de la muerte, tendrá al diablo escondido en la ambigüedad de sus imágenes. Huppert no es una víctima porque, al menos según Verhoeven, las víctimas no existen. Un escándalo moral.

Forushande the salesman

Y cómo le ha perjudicado al iraní Asghar Farhadi presentar película en esta extinta 69ª edición de Cannes en la misma jornada que lo ha hecho Verhoeven. Es mala suerte porque le cuesta ya a las menguantes audiencias cannoises entrar en propuestas tan serias, tan solemnes, que no por serlo son peores.

Al contrario, el director de la oscarizada Nader y Simin, una separación, se redime un poco de sus menores resultados en El Pasado, su anterior obra. Curiosamente, Farhadi también usa como detonante narrativo la agresión sexual a una mujer, pero el ángulo no podía ser más distinto, para empezar, porque el cineasta persa no hará de la mujer su protagonista. The Salesman es una metaadaptación de Muerte de un Viajante de Arthur Miller, revistiendo su conocida fórmula con una nueva capa de tragedia aristotélica. Acomodando su historia a la idiosincrasia cultural iraní, por supuesto, cargando las tintas en el pudor físico y en la escasa libertad sexual de la mujer.

Después de que ataquen a su esposa, Emad necesita encontrar al agresor y hacerle pagar, adentrándose más y más en el túnel de la venganza. Ella, sin embargo, no quiere ni oír hablar de la policía. No quiere contárselo a nadie para no rememorar el trauma o pasar por interrogatorios incriminatorios (“si no quieres que te violen, no dejes la puerta de tu casa abierta”, teme que le digan). El día a día de esta desgracia se conjuga entre el trabajo de investigación del responsable del delito, la búsqueda de un nuevo hogar y los ensayos de la representación teatral de la citada obra de Miller, en la que ambos trabajan.

De esos trasvases de responsabilidad y culpabilidad cotidianas irá manando la verdad, desembrollándose la madeja de esta historia. La asunción de que es imposible que haya un final satisfactorio para nadie. Farhadi, amante del teatro, con gran tradición en su país, se luce en los diálogos, tan maduros y preñados de connotaciones como lo eran los de sus anteriores películas. El cineasta defiende en The Salesman una película universal sobre los modos en que se detona la corrupción humana tan sólida como cobarde. Un maximalismo del cine de autor presentado en el festival insignia del cine de autor.

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