abril 15, 2014
En este artículo de NewStatesman su escritora, Laurie Penny, hacía una reivindicación de la Manic Pixie Dream Girl. Para ella este rol de ficción ha sido menospreciado desde que se le asignó una convincente cronología de sus mejores referentes cinematográficos (de Elisabeth Town pasando por Garden State y terminando en los cambios de registro de Scott Pilgrim pero sobre todo Ruby Sparks) y consecuentemente acabar por extenderse al vocabulario de una crítica que, desde entonces, ha usado el término de forma cuestionable y hasta el hastío. Y Penny, con su experiencia vital y algunas reflexiones, hace un llamamiento a eliminar la carga negativa que conlleva el vocablo y nos invita a repensar su utilidad, veracidad y conexiones entre tropo ideado por hombres sedientos de atención femenina y su radicalidad existencial, primigenia. Juzgar si la razón de ser de estas locuelas ninfas es la de vivir como musas al servicio de la identidad creativa de los hombres o si el problema de fondo es que las historias han sido escritas por hombres y pensadas para ser consumidas por ellos mismos, no dejándoles espacio como protagonistas de sus vidas. Preguntándonos si esta etiqueta, que evidencia más la superficialidad y falta de talento de los guionistas a la hora de elaborar personajes femeninos ricos, no habla también de unas criaturas que sí existen en la vida real. La novela gráfica más aclamada por la crítica de 2013 cuenta la historia de una hermosa y joven diseñadora gráfica con trastorno obsesivo compulsivo. Ella, una londinense de ascensión japonesa que con sus accesos violentos, sonrisas entrañables, terapias de control y mucho mundo interior consigue inspirarnos ternura al no ser capaz de controlar los aspectos más básicos de su vida, al tiempo que nos entristece cuando no consigue mantener sus relaciones sentimentales a flote. Ella, madura y resuelta, con todo su talento (que lo tiene), y aun así con su incapacidad para elegir a una pareja óptima. Ella y sus problemas con la lavadora.
Glyn Dillon empezó, gracias a la posición de dibujante de su hermano Steve Dillon, en el mundo del cómic tras una prometedora y acomodada posición como dibujante en DC y Vértigo tras los guiones de renombrados como Peter Milligan o Neil Gaiman, recientemente también se ha dedicado al concept art de títulos cinematográficos que veremos en los próximos años como The Secret Service, de Matthew Vaughn (con Dave Gibbons también en el guión del proyecto) o en Jupiter Ascending, lo próximo de los Wachowski. Pero por lo que vemos en El Nao de Brown bajo el hombre de los pinceles también hay uno con inquietudes narrativas, una que permite exhibir a personajes impulsivos y trastornados con trazas de autobiografía imposibles de difícil delimitación. Muy del estilo de aquellas historias que las editoriales de cómic indie hacían por palés entre los años 80 y 90.
El budismo, Hello Kitty, outfits en rojo y negro y una metahistoria fantástica que corre en paralelo a la historia original se aparecen como golosinas visuales que convencerán al lector sofisticado. La caracterización de los personajes secundarios (física y emocional), pero sobre todo la de Nao es absolutamente perfecta (esa chica de la parada del autobús por antonomasia), y sus momentos surrealistas, que mezclan con la realidad, armonizan la atmósfera para confirmar que El Nao de Brown es un trabajo preciosista y delicado. La acuarela con la que está tratada la historia se fijará en tu retina, y gracias a la precisa composición del cuadro, en algunos momentos no podrás pasar de página hasta que hayas contemplado por un rato largo sus pinceladas, como si de las caligrafías orientales que la misma Nao dibuja se tratase. El problema está en la presunta veracidad de la historia: compleja, difícil de asimilar, con un registro que mezcla la verosimilitud con la absoluta incredulidad. Nao consigue no arreglarle la vida a su novio el poeta-escritor, más bien todo lo contrario, pero sí se las arregla para, al final de la travesía, haberle servido de inspiración. Ser su musa de la manera más retorcida posible. Ella, que es perfectamente imperfecta y cuya imperfección se convierte en la clave de su relato como sujeto pleno, nos haría pensar en que esta encantadora chica es el objeto a salvar por el héroe masculino… salvo por el hecho de que aquí es la propia Nao quien salva, ni siquiera de una manera clara, a su novio. Y ni siquiera esto ha bastado para que al final, la narración la identifique como sujeto articulado. Durante las cuatro páginas casi finales en las que se nos abre a toda viñeta el libro escrito por Gregory podemos observar cómo Nao ha sido apenas un pequeño puerto tempestuoso a lo largo de una aún más tormentosa vida. Es posible que Nao haya conseguido librarse de la única manera que podía ser de su connotación negativa como Manic Pixie Dream Girl (que parece haber aceptado su condición como tal) pero no ha conseguido empoderarse. El ojo privilegiado que somos los lectores del cómic hemos estado inmersos continuamente en un estilo, encuadre y elección de detalles que convertían a Nao en ese fetiche que tanto estimula el male gaze. Nao se aparece más como una ensoñación masculina, como un objeto fetichizado desde lo visual mientras el texto hace de apoyo crítico y analítico de su conducta. Descubrir, al final de la historia, que es Gregory quien tiene espacio para expresar sus sentimientos y hablar de ella en tercera persona no hace sino confirmar este fracaso.
La respuesta habitual de la crítica a los trabajos que tratan la enfermedad mental tiende hacia un reconocimiento popular y entusiasta de la dimensión afectiva de la obra y su potencialidad para crear conciencia, y El Nao de Brown no es ni el primero en atentar de esta forma ni el más autoindulgente de los ejemplos en usar esta misma etiqueta comercial, pero sí es una de las que mejor hacen brillar esa espectacularización profundamente equivocada que tan bien perpetua mitos profundamente arraigados sobre la enfermedad mental y de género y también una que impecablemente utiliza su superficie brillante para disimular la falta de fe en la narración gráfica y una profunda incomprensión de lo que significa tener OCD. Dillon asegura en las entrevistas sobre este trabajo que se inspiró en sus vivencias con respecto a la enfermedad de su madre, quién padecía la misma extraña corriente del OCD que sufre Nao, para dar visibilidad y servir como recurso de muestra para la padecen. Lo que Dillon consigue trasmitir en cambio es lo duro que puede hacerse la convivencia con estos sujetos sin llegar nunca a entender lo que viven por dentro estas personas. Eso y demostrar sus inmensas, incuestionables dotes para todo lo que tiene que ver con el arte visual.
Etiquetas: comic, Crítica, El Nao de Brown, Glyn Dillon, The Nao of Brown
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